España, país “pedrochista”

l “pedrochismo” es todo imagen, fuego fatuo, glamour. Un culto al cuerpo bello, presuntamente transparente pero, en realidad, opaco, oculto tras una aparente armadura de oro-purpurina y bajo un rostro de sonrisa hierática. El “pedrochismo” carece de otro mensaje que el de esa comunicación que se aprovecha de que las buenas gentes andan atareadas en la sempiterna fiesta que es este país nuestro. El “pedrochismo” busca dar la campanada en medio de las campanadas, y, como es más osado que los demás, suele darla. Es lo importante, salir en los titulares. Y seguir en el machito el año que viene, para lo que se hará el esfuerzo de imaginación que se precise, que eso a los estilistas del “pedrochismo” les sale Redondo. Redondo, con mayúscula.
Sí, admito que las manifestaciones más extremas del “pedrochismo” pueden causar un cierto escándalo en las gentes tradicionales, conservadoras, esas que creen que un traje solo es un traje, un vestido no un desvestido, que un programa debe cumplirse y atenerse a los cánones, que la palabra hay que mantenerla, que tras los doce gongs de un reloj vuelve la fría madrugada y que hay que prever todo eso. Pero al “pedrochismo” el escándalo le importa un comino, porque vive precisamente del escándalo, como de la magia, alehop. Son trucos, claro, pero qué importa mientras el público no descubra cómo se hacen; de ahí que haya que esconderlo todo y que los periodistas no vengan a husmear preguntando, menudo descaro.
Y siempre al “pedrochismo”, o como parte de él, le acompaña un señor más bajito y, claro, más feo, presumiblemente el que hornea los éxitos a base de fórmulas heterodoxas, de cocinarlo todo, desde un capón hasta una encuesta, pongamos por caso. Cocina fusión, lo llaman los atónitos espectadores, sí, esos que asisten a sus películas, como aquella titulada, palabra de que no me lo invento, “Perdiendo el Norte”.
El “pedrochismo” sin la tele no es nadie, pero ahí están las teles, las pantallas, y ahí seguirán el año próximo, cuando intentará, para seguir, seguir, seguir, dar nuevamente alguna campanada: quizá se vista de monja “superstar”. Y, así, suplantar la cabalgata de los reyes magos, los discursos de la Nochebuena, todo. Porque ocupar los titulares, cabalgar sobre el instante, es la meta. Resistir es la consigna, pero procurando que las buenas gentes electrizadas por la superchería no recuerden lo que decías en aquel manual de resistencia (eran cosas muy diferentes, pero eso fue el año pasado), para que nuevamente se fascinen cada vez que aparezcas en la pequeña o gran pantalla en los momentos estelares que tú eliges, tú y nadie más.
El “pedrochismo” se ha hecho con España, acaso porque es un producto típicamente nacional. Y, cuando despertemos, como el dinosaurio, el “pedrochismo” seguirá ahí, quién sabe por cuánto tiempo. Quizá hasta que descubramos que, de verdad, el “pedrochismo”, como el rey del cuento, está desnudo.

España, país “pedrochista”

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