En España como en el Far West

Mala cosa es un país donde algunos, o bastantes –o muchos– no cumplen la ley y se la pasan por donde ya le digo. Y bastante impunemente, por cierto. Pero peor aún es que muchos, o bastantes, o algunos, consideren que predicar el cumplimiento de las leyes es algo arcaico, retrógrado, propio de la derechona cavernaria. Casi tan malo, oiga, como lo de quienes, desde el otro extremo, quieren imponer a sangre y fuego la letra y el espíritu de leyes que son, en el fondo, ocurrencias que no se pueden cumplir. La mezcla de ambas cosas puede tener resultados explosivos.
Mire usted lo de la Barcelona de Ada Colau. Mossos batiendo a okupas casa mal –nunca mejor dicho– con protección oficial a okupas. Lo que nos resulta incomprensible de entender nos lleva a la desazón, a la ira y, si es posible, a la insumisión fiscal. Y a la desobediencia. Al fin y al cabo, si nuestros mayores se pitorrean del Tribunal Constitucional, de la Constitución y de la madre que nos parió a todos, ¿por qué no voy yo a hacer mis necesidades en plena calle o, ya que estamos, a okupar la casa que me pete? Y esa es la subversión de valores en la que vivimos: hay normas que no se cumplen porque no, otras que difícilmente se cumplen porque son difíciles de cumplir y otras que se cumplen bajo la amenaza del garrote en medio del general disgusto, porque se sabe que unos tienen que acatar según qué decisiones injustas, polémicas o desacertadas más que otros.
A esto es a lo que lleva un sistema en el que la inseguridad jurídica, el exceso reglamentista, la falta de autoridad, la inequidad y la falta de credibilidad que, en general, han acumulado nuestros representantes, campan a sus anchas. Lo que lleva a algunos representados, o sea, a muchos ciudadanos que se instalan en una cierta rebeldía, a pasar de la norma. Si la propia Constitución contiene, porque nadie se ha preocupado en reformarla, artículos que son de difícil cumplimiento, y nadie los reforma, ¿cómo inducir a los más rebeles, a los antisistema, a que pasen bajo los arcos de la ley, respetando, por ejemplo, la prohibición de que un Otegi sea presentado como candidato en las elecciones?
No quisiera, desde luego, parecer timorato ni carca, pero me preocupan estos brotes anómalos, en los que un juez ha decidido emprender una guerra por su cuenta contra una infanta, por muy torcida que la infanta nos haya salido. O en los que un presidente autonómico habla con toda su calma de irrespeto por las leyes estatales. Esto nos lleva a una especie de Far West legal, en el que cada sheriff legisla lo que le da la gana para que, desoyendo las advertencias del marshall, los ciudadanos acaben linchando al cuatrero por su cuenta.
Y, entonces, ahí tenemos el planteamiento independentista unilateral, contra lo que sienta un porcentaje considerable de catalanes. Y, entonces, la toma de edificios, que no es un hecho anecdótico, aunque las autoridades de la Ciudad Condal así lo quieran presentar.
Dirá usted que la pervivencia durante medio año de un Gobierno en funciones da pie y facilita esta ambientación tipo lejano oeste. Yo, que apenas me quiero definir como un mirón asombrado, lo único que puedo decir es que espero que, cuando tengamos un Gobierno asentado, y ojalá eso ocurra pronto, se decante por un reformismo tan total que considere que es el ciudadano, y no la norma-por-la-norma, el centro de su actividad. Y que entonces cambien algunas, muchas, normas para que se pueda obligar hasta al ciudadano más pasota a cumplirlas, dura lex, sed lex.

En España como en el Far West

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