Digamos todos adiós a ETA

omprendo que para un país es muy difícil deshacerse de casi medio siglo de pesadillas. Todos hemos sufrido el terror ciego de ETA: han matado a amigos, han envilecido el clima colectivo, nos han hecho sufrir a todos; seguramente a unos más que a otros, pero a todos. No hay que dar ahora a una ETA muerta, derrotada la propina de la división de la sociedad que padeció con dignidad y heroísmo a los pistoleros y secuestradores, pero, además, padeció el encanallamiento moral que la persona sufre cuando tiene miedo.
Pero ya digo: les hemos vencido y no es cuestión ahora de que esta sociedad civil que ya abandonó hace algunos años el mal sueño se líe a garrotazos por un comunicado, por un acto como el que planearon los rescoldos vergonzantes de la banda para escenificar el desarme.
¿Y qué? El desarme es una buena noticia, que certifica que la banda del horror y del terror se ha extinguido, con o sin comunicado de autoentierro. No, no han pedido suficiente perdón (algunos un poco sí), varios han pagado muy insuficientemente sus crímenes y, de estos, hay crímenes sin autor. Pero los más de los verdugos han consumido sus mejores años entre barrotes. Lo importante es que no ha habido contrapartida alguna, ni siquiera en los momentos de la negociación más candente con el Gobierno de Zapatero. Nada han logrado. ¿Qué pasa si quedan eso que erróneamente se llama abertzales en algunos ayuntamientos, en una parte del Parlamento vasco y en el español? Eso, por mucho que algunos portavoces de la nostalgia se empeñen, no es ETA. Nos gustarán más o menos los postulados de Bildu y demás siglas próximas, pero eso no es ETA. Porque ETA ya no existe. Excepto en las cárceles, donde unos tipos desmoralizados, los más incluso horrorizados por lo que hicieron para obtener nada, saben que no tienen futuro. ¿Y qué si la sociedad acuerda su aproximación a prisiones cercanas al País Vasco? No seré yo quien se rasgue las vestiduras si se cumple eso, que, por otra parte, es una previsión constitucional.
Profeso admiración y solidaridad por y con las víctimas de estos tiempos de terror. Pero, y siento mucho decirlo, no son ellos los que han de imponer el calendario político. Aquel período, cuyo certificado de defunción es esa espléndida novela de Fernando Aramburu, “Patria”, esta eso: muerto. Que nadie quiera protagonizar el apagón de esa hoguera, ni delante de un féretro, ay, ni delante de un micrófono. El dolor es un tormento individual: no tiene sentido hacerlo colectivo. Ni tampoco nadie es quien para excluir a ningún partido de la alegría colectiva porque aquellos ridículos gudaris dan el paso de entregar sus viejas, herrumbosas, pistolas. Lo de ayer en el sur de Francia ha sido un acto más de escenificación; ellos, los que estaban en el bando malo, necesitaban de una cierta trompetería para acompañar su definitiva rendición. No le demos mucha más importancia a un evento simbólico. Y mantengámonos, por una vez, unidos frente a quienes no saben respetar la vida.

Digamos todos adiós a ETA

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