Carta, un poco desesperada, desde África

escribo desde Sudáfrica, donde acudo a refrescar mi memoria sobre un gran hombre, aquí, y no solo aquí, desde luego, venerado, Nelson Mandela. Murió anciano, pero demasiado pronto: sus herederos, especialmente Jacob Zuma, presidente hasta el pasado mes de febrero, no mostraron ni la honradez, ni la altura de miras, ni la inteligencia del eterno recluso político que llegó a presidir la nación acaso más poderosa del continente africano.
Pregunto a mis interlocutores -lo he hecho antes en otros países africanos, especialmente en Marruecos, Mauritania o Etiopía_ por su sensibilidad acerca de la inmigración, sin duda el gran problema que atenaza a la vieja Europa. Son conscientes del éxodo, que aquí no se da, de los elementos más valiosos y emprendedores de muchos países africanos hacia esa tremenda incertidumbre que oscila entre una muerte probable y una vida mejor que dudosamente lograrán. Las personas, una de ellas un significado miembro del partido dominante, el ANC, a las que interrogo, no muestran sino un parcial interés por el que hoy es el tema más candente en las mesas más importantes de la UE y, desde luego, de España: “nosotros tenemos nuestras propias inquietudes acerca de la inmigración”, me dicen algunos.
Y es que el problema de Sudáfrica, quizá el país más rico del continente, junto con Nigeria, aunque devastado por enormes desigualdades sociales y económicas y con una evidente tasa de pobreza en más de la mitad de la población, es el inverso: ellos tienen un muy escaso número de personas que quieran salir en busca de una vida mejor –de una vida– en mundos diferentes; el problema de Sudáfrica es, más bien, que cada año llegan decenas de miles de inmigrantes de naciones, vecinas y no tanto, como Somalia, Zimbabue o la propia Mozambique. Más de trescientos cincuenta mil han llegado –o se han infiltrado– por las fronteras en los últimos meses.
Y ello, a pesar del ya comentado desequilibrio. Y de la inequidad, palpable por la existencia de obviamente prósperas y bellas ciudades ‘blancas’ junto –y cuando digo ‘junto’ quiero decir ‘junto’, al lado– a las tantas veces míseras poblaciones ‘negras’.
No, ya no hay oficialmente racismo en Sudáfrica, ni en algunos países cercanos, como Mozambique, aunque, como acabo de oir en una radio de Cape Town, un veinte por ciento de la población blanca quiera ahora emigrar, tras haberse beneficiado durante años del ‘apartheid’. Pero las diferencias de color tienen un patente reflejo en la economía personal, aunque los que mandan oficialmente en Pretoria o Johannesburgo sean ahora gentes de color. Sin embargo, el racismo más evidente es el que se practica, desde los propios dirigentes de tez oscura, con los inmigrantes negros que vienen de otros países y que hace unos años sufrieron ataques salvajes y cuyas imágenes, sus cuellos envueltos en neumáticos a los que se había prendido fuego, dieron la vuelta al mundo.
Mi interlocutor del partido gubernamental admite la existencia de ese racismo, reconociendo, al tiempo, que Sudáfrica, con una inmensa parte de su territorio incultivado y deshabitado, con importantes riquezas naturales, podría albergar ya este mismo año, ventajosamente y con cierta facilidad, “si tuviéramos la planificación y el valor suficientes”, al menos a medio millón más de fugitivos del hambre o de las persecuciones políticas o sociales de otros países.
Todos aquí reconocemos que la historia de la Humanidad es y ha sido siempre la historia de las migraciones. Personalmente, siempre he sostenido que la caída del Imperio Romano se debió a una cada vez peor gestión de la cuestión desde Roma: se cerraron en banda los últimos, débiles, corruptos, emperadores. Quizá lo que está ocurriendo en la UE sea esa Historia que se repite como potencial tragedia, y no como farsa, tal cual quería Marx.
Acudí recientemente a Bruselas para estudiar, con fuentes que juzgo altamente competentes, el tema de las migraciones, estudio en el que me afano desde hace ya algunos años, comprobando cómo las previsiones de que esto iba a empeorar, sobre todo ahora que alguien como Trump manda en los Estados Unidos y personas de tan escaso peso específico como Juncker ejercen un cierto liderazgo en Europa, se confirmaban. Ahí están esos que dicen que hay cuarenta mil africanos prácticamente a las puertas de España, esperando el momento propicio para llegar –o no...– ‘clandestinamente’ a nuestras playas, ante el pasmo o, más indignante aún, ante la indiferencia, de los bañistas: unos turistas que no parecen conscientes de que ese Mediterráneo en el que se bañan está alfombrado por cadáveres de subsaharianos que no lo lograron.
Por eso, y desde lo que estoy aprendiendo donde ahora me encuentro, me siento forzado a expresar mi repulsa cuando el tema, tan doloroso, de la inmigración es utilizado con fines egoístas, quiero decir partidistas. No puede ser que Pedro Sánchez trate de apuntarse un tanto recibiendo apenas a los ocupantes de un barco fletado por piratas y olvide lo que cada día nos llega del sur.
Y a Pablo Casado se le podrían decir cosas aún más graves, tras su demagógico encuentro con esas pobres gentes envueltas en una manta roja: a ambos, y a Rivera, y a Pablo Iglesias, a todos, me gustaría escucharles una verdad tan grave, tan seria, tan inevitable, como que los españoles tendremos que hacer un ‘sacrificio’ –siento escribir esta palabra, en la que ni siquiera creo– para albergar una cuota generosa, compartida y negociada con otros países de la UE, de inmigrantes, políticos y también económicos. ¿O es que no tenemos capacidad, terreno, recursos, para albergar un par de decenas, tres, cuatro, o de millares, de esas gentes desesperadas, que harían cualquier cosa con tal de ser aceptadas, aunque fuese como ciudadanos de segunda -y también me da vergüenza ponerlo aquí-, en nuestro país?
Europa, y España dentro de Europa, solo ejercerá un liderazgo político efectivo cuando, de verdad, sea capaz de convencer a la UE de que, con partidos de ultraderecha –no los tenemos, a Dios gracias– o no, ha de albergar a esos cientos de miles de personas que son capaces de jugárselo todo con tal de compartir un poco, aunque sea muy poco, de ese sueño de los padres fundadores: un continente privilegiado que, encima, pueda vanagloriarse de ser el que mejor respeta y fomenta los valores de los que todos queremos enorgullecernos.
Es este un gran tema pendiente de consenso entre los partidos, entre los estamentos de esa sociedad civil que, digámoslo con valentía, tantas veces muestra su incapacidad de liderar los valores sociales. Y eso, una vez más, lo he comprobado al hablar con gentes de esta sociedad, a más de ocho mil kilómetros de mi hogar, que expresa sus propias contradicciones en el Gran Tema ante el que nos empeñamos en mirar hacia otro lado. Lo mismo que los bañistas en la playa de Tarifa ante la llegada de los supervivientes de una patera; hacer como si nada estuviera ocurriendo.

Carta, un poco desesperada, desde África

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