Transparencia política y políticos transparentes

El ser humano es una entidad única e inescindible. No es admisible que exista discordancia entre la gestión pública y el comportamiento individual. El personaje público tiene que ser un referente ético y social. El acierto en la gestión no debe servir de cobertura para encubrir o enmascarar su posible actuación censurable como ciudadano incumplidor de las leyes.
El honor y la intimidad no deben ser incompatibles con la debida rectitud e integridad moral, exigibles a todo político como servidor de la sociedad.
El político no puede refugiarse en la idea de que “se haga lo que diga y no lo que haga”. Eso sería tanto como reconocer la esquizofrenia política como virtud personal y social. La doble moral conduce necesariamente al desdoblamiento de la personalidad y convierte al político en un impostor.
La transparencia política debe ser puesta en práctica por políticos transparentes, diáfanos y sin ocultismos.
Para que el pueblo juzgue a sus políticos, deben estos presentarse libres de toda duda o sospecha, mostrando y demostrando su verdadera imagen y forma de vida. Deben ser conscientes de que la sociedad los mira y observa con lupa como a sus guías y el norte de quienes los eligen y a los que sirven.
Su gestión podrá resultar certera o desafortunada, según los resultados obtenidos; pero en el ejercicio de su actuación política, la responsabilidad es exclusivamente suya.
Al político, como a la mujer del César, según el pensador griego Plutarco, no le basta con ser honrado sino que debe parecerlo, pues como dice un viejo aforismo “pocos ven lo que somos pero todos ven lo que aparentamos”, pero si sucede lo contrario, es decir, si las apariencias engañan, desaparece el mito y el ídolo se derrumba. Entonces sus aduladores se sienten, además de defraudados, engañados. En estos casos, el desengaño produce frustración en quienes contribuyeron a fomentar una imagen que la cruda realidad demostró ser más virtual que real, por no corresponderse el ser con el parecer.
Hacer abstracción del político al margen de su comportamiento ciudadano es crear falsos ídolos o dejarse seducir por la imagen sin conocer el original.
En definitiva, los políticos que no son transparentes son comparables a los escribas y fariseos hipócritas a los que se refirió Jesús, según San Mateo, cuando los calificó de sepulcros blanqueados, es decir, que brillan por fuera y son inmundos por dentro.
Las anteriores consideraciones nos reafirman en la idea de que no debe confundirse el oro con el oropel y que “no es oro todo lo que reluce”. Llegados a este punto, la conclusión definitiva nos revela que cuanto más alto se sube más dura es la caída que se sufre y que, como también resulta obvio, según reza un viejo refrán español “del árbol caído todos hacen leña”.El ser humano es una entidad única e inescindible. No es admisible que exista discordancia entre la gestión pública y el comportamiento individual. El personaje público tiene que ser un referente ético y social. El acierto en la gestión no debe servir de cobertura para encubrir o enmascarar su posible actuación censurable como ciudadano incumplidor de las leyes.
El honor y la intimidad no deben ser incompatibles con la debida rectitud e integridad moral, exigibles a todo político como servidor de la sociedad.
El político no puede refugiarse en la idea de que “se haga lo que diga y no lo que haga”. Eso sería tanto como reconocer la esquizofrenia política como virtud personal y social. La doble moral conduce necesariamente al desdoblamiento de la personalidad y convierte al político en un impostor.
La transparencia política debe ser puesta en práctica por políticos transparentes, diáfanos y sin ocultismos.
Para que el pueblo juzgue a sus políticos, deben estos presentarse libres de toda duda o sospecha, mostrando y demostrando su verdadera imagen y forma de vida. Deben ser conscientes de que la sociedad los mira y observa con lupa como a sus guías y el norte de quienes los eligen y a los que sirven.
Su gestión podrá resultar certera o desafortunada, según los resultados obtenidos; pero en el ejercicio de su actuación política, la responsabilidad es exclusivamente suya.
Al político, como a la mujer del César, según el pensador griego Plutarco, no le basta con ser honrado sino que debe parecerlo, pues como dice un viejo aforismo “pocos ven lo que somos pero todos ven lo que aparentamos”, pero si sucede lo contrario, es decir, si las apariencias engañan, desaparece el mito y el ídolo se derrumba. Entonces sus aduladores se sienten, además de defraudados, engañados. En estos casos, el desengaño produce frustración en quienes contribuyeron a fomentar una imagen que la cruda realidad demostró ser más virtual que real, por no corresponderse el ser con el parecer.
Hacer abstracción del político al margen de su comportamiento ciudadano es crear falsos ídolos o dejarse seducir por la imagen sin conocer el original.
En definitiva, los políticos que no son transparentes son comparables a los escribas y fariseos hipócritas a los que se refirió Jesús, según San Mateo, cuando los calificó de sepulcros blanqueados, es decir, que brillan por fuera y son inmundos por dentro.
Las anteriores consideraciones nos reafirman en la idea de que no debe confundirse el oro con el oropel y que “no es oro todo lo que reluce”. Llegados a este punto, la conclusión definitiva nos revela que cuanto más alto se sube más dura es la caída que se sufre y que, como también resulta obvio, según reza un viejo refrán español “del árbol caído todos hacen leña”.

Transparencia política y políticos transparentes

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