Sin promesas no hay política

Cuando tanto se critican las promesas incumplidas por los políticos, e incluso se afirma que, a veces, las hacen a sabiendas de no poder cumplirlas, expresamos una idea que vemos confirmada con frecuencia empíricamente y en varias ocasiones y circunstancias.
Siendo cierto lo anterior, no es menos cierto que las promesas son el nervio y la sabia de la política. Tanto es así, que donde no hay promesas, la política no existe o, lo que es lo mismo, es impensable.
Las promesas constituyen compromisos de futuro que obligan a cumplir determinados programas, proyectos y objetivos a favor de la sociedad y que ésta debe saber y conocer, previamente, para, a la vista de su contenido, aceptarlos o rechazarlos. Una política sin promesas es prácticamente inexistente; nace vacía de contenido y huérfana de todo atractivo movilizador para el electorado.
Por ello, parece oportuno exponer algunas ideas sobre el valor e importancia de la promesa. No cabe duda, que su valor reside no en lo que se dice, sino en quién lo dice. Su garantía no está en la palabra, sino en la credibilidad de la persona que la pronuncia. Así se cumple el principio de que “lo prometido es deuda”.
Decir que “nadie da lo que no tiene” no quiere decir que “sólo se debe dar lo que se tiene”. En efecto, en esta segunda hipótesis reside la esencia misma de la promesa que, precisamente, consiste en “dar lo que no se tiene” actualmente o de momento, pero que se asume el compromiso de cumplir tan pronto se tenga el poder de hacerlo.
Según lo expuesto, es evidente que la confianza en la promesa se traslada a la credibilidad que nos merezca la persona que la haga; pero tampoco basta lo dicho anteriormente, pues la promesa, con independencia de su autor, debe reunir determinados requisitos que la hagan viable y no utópica o de imposible cumplimiento. En una palabra, debe ser posible, creíble y factible.
Siendo, pues, la promesa una apuesta de futuro, es éste y solo éste el tribunal que en definitiva juzgará de su realidad o de su falacia y fantasía.
En definitiva, para que la promesa no sea un brindis al sol, debe reunir dos condiciones: que quien la formule sea hombre de palabra y que su anuncio, además de posible, sea viable y realizable.
Finalmente, prometer no es igual que amagar. Amagar es prometer y no dar; prometer es comprometerse a dar. El que amaga sabe que no va a cumplir lo que anuncia; el que promete confía en que cumplirá su compromiso.
Amagar está en la intención de que no se produzca el resultado; prometer, en la intención de que sí se produzca.

Sin promesas no hay política

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