Prisioneros de la prisa

Muchas han sido las definiciones que se han formulado sobre la vida pero, en definitiva, todas se resumen en lo que podríamos llamar, la lucha contra el tiempo, que es la que nos convierte a los seres humanos en “prisioneros de la prisa”.
Las dos sensaciones o estados de ánimo que mejor reflejan esta realidad son la ansiedad y el dolor, pues ambas tienen en común luchar contra el tiempo pero no lo hacen ni actúan en la misma dirección. En efecto, por la ansiedad queremos que el futuro se haga rápidamente presente y, por el dolor queremos que el presente se haga rápidamente pasado.
La ansiedad, podríamos definirla como el estado de ánimo que nos impulsa a anticipar mentalmente la llegada de algo que nos satisface o favorece y que, por ello mismo, deseamos que llegue lo más pronto posible. La ansiedad también se produce cuando la persona desea disfrutar o alcanzar, cuanto antes, el fin u objetivo que se había propuesto.
La ansiedad mira siempre al futuro, deseando que “llegue pronto”; el dolor mira siempre al pasado, deseando que “pase pronto”. Alcanzado lo favorable que se ansía y desaparecido el sufrimiento que nos aflige, desaparecen la ansiedad y el dolor. Es cierto que sólo se ansía lo que nos favorece y se repudia lo que nos perjudica; pero, tanto la ansiedad como el dolor, mientras no se consuman, producen impaciencia, desasosiego e, incluso, angustia. Esto último se debe a que ambas sensaciones adolecen de lo que, podríamos llamar, “urgencia”, es decir, deseo de que se resuelvan rápidamente.
Si, como se dice, cada día tiene su afán, este afán se renueva cada día, dando paso a nuevos afanes que, a su vez, encierran nuevas clases o estados de ansiedad. Ahora bien, esta situación anímica que consiste en la prisa de que algo llegue o se alcance lo más pronto posible, se traduce en su contraria cuando padecemos o tememos que algo grave y perjudicial nos afecte o se vislumbre en el horizonte de nuestras vidas. En el primer caso, se celebra su llegada y, en el segundo, se teme que llegue.
Dicho lo anterior, es evidente que “el ansia de vivir” es el motivo más importante de la vida humana. Los seres racionales no solo saben que “viven”, sino también que “tienen que vivir”; que la vida no fue una elección, pero es una obligación. Vivir sin afán es casi una contradicción. Por eso se dice que la vida no consiste en un “hacer” sino en un “quehacer”, es decir, no en durar o ver pasar el tiempo sino en existir y ser conscientes de que la existencia lleva consigo vivir la temporalidad o duración limitada de la vida. La vida es temporal pero, aunque todos los mortales disponen de un tiempo, no son dueños de ese tiempo, pues puede concluir en cualquier momento; son únicamente, responsables de su empleo, disfrute y aprovechamiento. Si el tiempo fuese ilimitado o indefinido, carecería de valor. Su valor reside, precisamente, en lo que podríamos llamar “la temporalidad del tiempo”.

Prisioneros de la prisa

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