Con un par de tacones

Pocos placeres hay en esta vida que se puedan comparar ese momento en el que, tras llegar a casa tras un día muy largo, procedes a quitarte los zapatos de tacón. Seguramente, todas las mujeres comprenderán cuánto alivio encierra ese momento y repetimos, al igual que otros lo hacen con el alcohol, que nunca más volveremos a caer en el error de ponernos esos estiletos. Cierto es que no todas somos iguales –aunque algunos lo repitan como si fuera un mantra– y las hay que se encuentran mucho más felices a 15 centímetros del suelo pero lo normal es que la mayoría de las fiestas se agüen por los pies. 
Y si es duro soportarlos para presumir un sábado, mucho más es tener que llevarlos durante las ocho horas correspondientes a la jornada laboral. Nicola Thorp es una británica de 27 años que se presentó en zapato plano a hacer su trabajo de recepcionista. Cuando le dijeron que tenía que llevar tacones, se negó, la empresa la despidió y ella inició una campaña para que el Parlamento revise la ley y considere discriminatoria esta medida. De momento, ha superado con creces las 100.000 firmas que necesitaba para que revisaran su propuesta. En España hay un precedente: el Tribunal Superior de Justicia de Madrid consideró discriminatorio el trato a una guía de Patrimonio Nacional, que protestó por esta misma razón. 
Lo de la discriminación viene por el hecho de que a los hombres no se les pide lo mismo, aunque a lo largo de la historia ellos llevaban los mismos tacones que ellas. La cosa empezó hace siglos en Persia, en donde decidieron que, para montar a caballo, era mucho más cómodo hacerlo con tacones. Llegaron incluso a ser un signo de estatus y distinción y, si no, que se lo digan a Luis XVI, que caminaba unos centímetros por encima el suelo hasta que el pobre perdió la cabeza. Desde que ya no quedan caballeros y los hombres tampoco montan a caballo, cayeron en la cuenta de que para caminar no son muy prácticos. Eso sin tener en cuenta los problemas, que se cansan de denunciar los podólogos, de dolores de espalda, juanetes, callosidades o torceduras.
El caso de Nicola Thorp, sumado al de la camarera canadiense cuya foto con los pies sangrando tras ser obligada a trabajar con este tipo de calzado se hizo viral en pocas horas, han reabierto el debate sobre el machismo a la hora de vestir en el trabajo. Tengo una amiga que un día se puso a contar los pares que tiene en el armario y le salió la friolera de 123, la mayoría de tacón, y muchas otras a las que solo les duele la espalda cuando caminan de plano pero, una vez más, eso debería ser una elección y especialmente a la hora de enfrentarse a una larga jornada laboral. 
La que se sienta, como decía Christian Louboutin, que “los tacones te elevan física y emocionalmente”, que pise fuerte y taconee, y la que repita siempre la frase “estoy matá de los pies”, que se calce unas zapatillas de deporte. A veces veo a las chicas ir de botellón hacia los jardines de Méndez Núñez con unas plataformas altísimas pero siempre hay alguna que lleva unas bailarinas y no puedo evitar pensar que esa es la más lista de la pandilla. Eso sí que es echarle un par... de tacones.  

Con un par de tacones

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