El valor de Zaida

En la vieja cartilla militar, aquella que se entregaba cumplido el servicio militar obligatorio, el apartado final registraba cumplida valoración de las virtudes de las que había hecho el “quinto”. No recuerdo si era el último de los contemplados pero en lo que al valor se refería, lo habitual, teniendo en cuenta los tiempos de paz y la total ausencia destacada de incidentes en la efímera pero obligatoria milicia, la fórmula de obligada referencia se recogía en una escueta frase, o sentencia si lo prefieren: “se le supone”. Cuando el que suscribe pasaba por estos tragos abordo de un buque, ya desguazado cómo no, la norma militar estaba todavía regida por las ordenanzas de Carlos III, detalle que habla por sí solo de la obsolescencia que hasta no hace mucho imperaba en gran parte de esta sociedad y de sus principales estamentos. Evidentemente, no se aplicaban ya los castigos corporales –aunque algún bofetón se le escapaba a más de un mando–, pero sí los psicológicos, asumidos más o menos bajo el riesgo de que no hacerlo podía, indefectiblemente, amargarle a uno la existencia. Por supuesto, no había mujeres.
A la capitana del Ejército Zaida Cantera, el valor no se le puede suponer. Simple y llanamente, lo tiene. El valor adquiere una mayor dimensión en un estamento como el militar, todavía sujeto a comportamientos que superan el simple machismo pero que, además, se ven agravados por el régimen de subordinación. No es lo mismo que una mujer trabaje en una empresa, sea pública o privada, en donde la más leve insinuación obscena puede suponer un torbellino de conflictos, que lo haga en la milicia. La sencilla obligación de obediencia, necesaria sin embargo en todo cuerpo militar, se convierte en un atolladero al que pocos, o ninguno, puede escapar con la suficiente holgura. Es por ello necesario que quienes tienen la responsabilidad de cambiar conductas mediante la aplicación de las leyes, en este caso militares, lo hagan con la contundencia y equidad necesarias. Un hecho este último que debería ser de diáfana y sencilla aplicación por el simple motivo de la obediencia debida. Quien manda tiene la obligación de asistir al subordinado en sus más esenciales derechos, máxime cuando un estamento como este está llamado a garantizar el honor del país y, en consecuencia, de las personas. De nada sirve la imposición de una pena, en este caso al teniente coronel que denunció la capitana Zaida Cantera, si no va acompañada de la obligada aceptación de los compañeros y superiores.

El valor de Zaida

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