RECUPERAR FERROL

Ferrol, como tantas otras ciudades, adolece de perder demasiadas cosas. En una urbe con una población, como se sabe, envejecida, no faltan en consecuencia quienes viven un tanto del recuerdo, de espacios que poblaron su niñez y su juventud, calles que incluso tuvieron soportales, plazas en las que el verde espantaba el asfalto lo suficiente como para que este perdiese identidad. Lugares de encuentro o de paso, pero lugares al fin y al cabo por los que se transitaba y que el tiempo, pero sobre todo la voracidad urbanística y la entelequia política, acabaron por oscurecer. Es esta una ciudad de salto, sin solución de continuidad, a la que la historia ha situado en lo más alto y también en el umbral propio de todo foso. Mientras otras urbes se preocupaban de proteger y recuperar lo perdido, en pleno casco histórico se permitía el derribo de edificios clásicos para sustituirlos por otros de corte innombrable, muchas veces mastodónticos y siempre anacrónicos. El nuevo urbanismo, a la búsqueda siempre de grandes espacios y de acomodar la ciudad a imponderables como el tráfico, los servicios o incluso los intereses partidistas, ha pasado una factura que está todavía por ver si algún día podrá devolverse. Pero lo que más caracteriza a la ciudad en este ámbito es la incapacidad derivada de los cambios políticos para hacerse a sí misma sin el perjuicio que ello implica. Ahí está el ejemplo de la plaza de España.
Trece años de obras, la mayoría de ellas más que cuestionables, más próximas al gusto personal del político de turno que a lo que se supone que debería ser la base de todo esfuerzo por hacer de una ciudad en enclave humano. Pero no es solo la esfera política la que determina tales veleidades. Lo es también la persistente negatividad ante todo lo que implica una decisión política de alcance. Trece años –olvidémonos de los millones de euros invertidos, porque solo pensar en ellos perturba toda sensibilidad– son muchos como para no ver, por fin, algo terminado, como todo, puede que no a gusto de todos, pero al menos finalizado, al menos concluso, al menos resolutivo. Se ha criticado la inversión, se ha descalificado el diseño, se han montado incluso mesas para recoger firmas en contra de lo planificado –con escaso apoyo, por cierto–, pero sobre todo se han obviado las necesidades de una ciudad que necesita, más que otra cosa, al margen por supuesto de trabajo, verse y sentirse a sí misma. Recorrí ayer la nueva plaza de España, todavía con retales de las obras a punto de desaparecer, y no vi ese laberinto apocalíptico del que tanto habla quien denosta su diseño. Visto lo visto, y en ferrolano castizo, peor, mucho peor, estaba hasta ahora merced a ese desenfreno de la política por el hormigón y el acero, por restar acogimiento en favor de la desolación, por edificar sin apenas cimientos. En una ciudad en la que barrios como el de Ferrol Vello se caen literalmente a pedazos, por algún sitio es obligado empezar pero, sobre todo, con algo de lo iniciado era necesario acabar. Todavía tienen que crecer los árboles...

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