Cuentos y cuentas

vaya por delante mi respeto y condolencias a las familias y allegados de los fallecidos a la negra sombra del maldito virus. ¿Cuántas condolencias son? Pues no lo sé, ni yo ni nadie. Ante la perplejidad del mundo entero, el gobierno no es capaz de contar el número de fallecidos en nuestro país y las explicaciones son tan peregrinas que una parte de la población está pasando del dolor al humor, negro sin duda, cuando recibimos cada día la información de Simón sobre los decesos del día anterior. Incluso un día amanecimos con dos mil fallecidos menos que los anunciados el día anterior, en una suerte de resurrección absurda e innoble que causa indignación entre los familiares y entre la opinión pública en general. Pero qué está sucediendo en realidad con este baile de datos contradictorios que no hacen más que desprestigiar a todo el país interior y exteriormente. Tengo la sensación de que alguna mente enferma está jugando a la política con un tema tan escabroso. Vivimos en una nación en la que estamos controlados por todo, por los registros, por hacienda, por lo ayuntamientos, por la policía y también por los miles de cámaras que “adornan” nuestras calles. Nada se escapa al poder de la información de la que dispone el estado sobre los ciudadanos y basta con dejar de pagar un IVA o tratar de escaquearse de una multa para saber de la eficacia en los sistemas de localización de nuestras administraciones. Es más, cuando el fallecido deja herencia le falta tiempo a la hacienda pública para reclamar su parte o suspender de inmediato su pensión, si es el caso. Diecisiete autonomías con sus respectivos aparatos administrativos trasladan a Madrid cada día el número de fallecidos y allí el ministerio de sanidad solo tiene que sumar para ofrecer a la opinión la información total y real de las personas que nos dejaron, incluso si la informática fallara, serian diecisiete llamadas telefónicas que no parecen demasiadas, sobre todo para un ministerio que carece de competencias al estar cedidas a las comunidades y que, por lo tanto, sus funcionarios tienen tiempo de sobra para esta sencilla gestión. Como ven, parece fácil, pero no debe de serlo, Y no lo es porque una decisión política ha enfangado los sumandos, pretendiendo modelarlos para aliviar las cifras y no aparecer en los rankings como el país que tiene más fallecidos por millón de habitantes del mundo porque esto sí es complejo de explicar. Algo se ha hecho mal, muy mal en España en la gestión de esta crisis y nadie quiere asumir responsabilidades. Recuerdo, al principio de la crisis a un asesor del delegado del gobierno de una comunidad, insistirle al delegado que “no dijera muertos por coronavirus, sino con coronavirus”. Aquello me llamó la atención, pero hoy es la explicación a lo que está pasando. Dice el gobierno que solo se cuentan los fallecidos por el virus si tienen una prueba hecha y positiva y, en tal momento, quedan fuera de las cuentas, entre otros, los miles de ancianos que perdieron su vida en las residencias y a los que se les negó hasta la asistencia hospitalaria a la que tenían derecho, pero, como no se les hizo la prueba, no cuentan para el gobierno, Y como tampoco se hicieron autopsias a los fallecidos, murieron, no se sabe de qué y las familias recibieron sus cenizas en una urna veinte días después y sin explicaciones. Algunos cuerpos sin vida fueron incinerados fuera de sus comunidades con la ignorancia total y absoluta de sus hijos y nietos. Daba igual porque no pudieron ni acompañarlos en su último adiós, sencillamente murieron y punto. Esta falta de sensibilidad, de humanidad y de responsabilidad no será gratis, los juzgados de toda España acumulan denuncias de personas que quieren saber la verdad sobre la muerte de sus padres y abuelos y les asiste la razón, están hartos de cuentos y exigen rendir cuentas. Lo pagaremos todos, no lo duden.

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