VIEJOS

Vivo en la región más envejecida del planeta. En ella hay municipios en los que ocho de cada diez habitantes superan los setenta años. Familias con miembros centenarios. Mil doscientos gallegos han soplado velas con tres cifras. Conozco a quien comenta que en su casa prácticamente se ofenden si alguien muere antes de los noventa. Lo consideran un flojo.

En menos de lo que creemos, formaremos parte de ese grupo. Abuelos machacones en nuestras anécdotas, ansiosos por tener quién
las escuche

Galicia es hoy lo que será toda España dentro de casi medio siglo. Un lugar en el que de cada tres caras que veas, una estará surcada de arrugas. Se cuentan muchos más bastones que carritos de bebé. Más tarjetas doradas que carnés jóvenes. Es una zona de pruebas. Su gestión con los mayores se quiere desarrollar como un modelo para el resto del país. Para conseguirlo tiene mucho que mejorar.

Comparte el título de longevidad con Japón. Allí se habla de ancianos venerables. La cultura de la edad como fuente de sabiduría. El respeto a las canas. Aquí se alerta de que apenas hay dos hospitales públicos con servicio de Geriatría. Adoramos lo vintage para decorar una habitación, pero los viejos nos sobran. Ya ha pasado su tiempo; su época de gloria acabó cuando dejaron de ser productivos o comenzaron a tener achaques. Ralentizan la cola del supermercado, ocupan las mesas de las cafeterías y acaparan los servicios médicos. Están desacompasados con el resto de nosotros, vitales y apresurados. Engañados en nuestra creencia de que somos imprescindibles.

Los apartamos como una prenda pasada de moda. Un jersey gastado que solo recuperamos en ataques de nostalgia. Los vemos a nuestro lado, pero no nos fijamos en ellos. No son el presente por el que peleamos ni el futuro que debemos proteger. Aliviamos con medicinas sus enfermedades y nuestras conciencias. Pero dejamos que se apaguen poco a poco. Hablan los expertos de que además del cuerpo tenemos que cuidar a la persona. Psicólogos, enfermeros y trabajadores sociales que recuerden a los que ya lo han vivido casi todo que lo que les queda merece la pena.

En menos de lo que creemos, formaremos parte de ese grupo. Abuelos machacones en nuestras anécdotas, ansiosos por tener quién las escuche. E ilusionados por atesorar otras nuevas. Liberados del reloj y felices por disfrutar de cuanto nos rodea. Redescubridores de un mundo que puede que no esté hecho para nosotros, pero al que no dudaremos en adaptarnos. Desearemos entonces que nos consideren viejos en edad, no en espíritu. Que para ese mal no hay pastillas.

 

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