Navidad

De barro y corcho y otros aditamentos. Arena, papel azul con luna y estrellas y de estaño para el río, sin olvidar la harina del paisaje nevado. En nuestros hogares, la costumbre y la fe arman el nacimiento que canta la Navidad, mientras los villancicos se apelotonan en las gargantas infantiles, para recordar el tiempo fugitivo o la atención del tendero de la esquina que ha tirado un pedazo de turrón a la cabeza de un chiquillo que le pedía el aguinaldo.

Yo no sé si Dios va a nacer en el pesebre de Belén. Abunda el relativismo para pensar en objetivos que superan el imperativo categórico de Kant. ¿Jesús transfigura en resucitado que vence a la muerte o es simplemente una figura histórica que enmarca una era?

La conmemoración me retrotrae recuerdos de mi niñez. Escenas con mercadillos con motivos navideños que se instalaban en el atrio de la iglesia de San Nicolás y en María Pita. También rivalizaban por competir los belenes de las instituciones públicas y privadas con otros domésticos para andar por casa o los escaparates de los establecimientos comerciales. Todos llenos de amor y propagando paz entre los hombres de buena voluntad. Cierto que no había tanta iluminación instalada en la vía pública, pero los convecinos desprendían luz y esperanza.

¿El hijo del carpintero viene para todos? ¿O solo para un grupito de gente sencilla y humilde, elegida de antemano? ¿Hemos de creer a los transmisores de la buena nueva o a los apócrifos cizañistas que han sembrado discordia en sus escritos? Al final, sin embargo –dice Joseph Ratzinger–, permanece en todos nosotros la pregunta que Judas Tadeo le hizo a Jesús en el Cenáculo: “Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al mundo” (Jn 14,22).

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