Mobiliario institucional

C. Diván prestaba sus servicios en el Tribunal Supremo cuando un rifirrafe entre escaños por el reparto de sillas le catapultó a la presidencia del Consejo del Poder Judicial. La cuestión que distanciaba a gobierno y oposición no iba más allá de situar en ese puesto a la silla, sillón o banqueta, qué más da, más cómoda a sus posaderas ideológicas, progresistas o conservadoras, otras no conocen, como tampoco otra forma de hacerse respetables y respetar las instituciones.

Sumidos en ese desvergonzado dilema, el presidente toma la decisión de que sea un desechado C. Diván quien amueble la cúpula del Poder Judicial. ¿Un pálpito?, ¿su carita de ángel arrebatado?, ¿su bonhomía?, solo él lo sabe. C. Diván cumple con el guion, pero se torna cómodo, nada nuevo, todos los de su estirpe lo son. Sumido en esa pérfida deriva se entrega al vicio de los hoteles de lujo en primera línea de playa a cargo del erario público, como sus antecesores y compañeros y tal como estaba reglado.

La secuelas de otras luchas, estas intestinas, hacen aflorar el privilegio, la opinión pública se escandaliza y se ve obligado a dimitir. Aceptada la renuncia reclama una suculenta indemnización. Salida de pata de banco, se dirán, pero no, le corresponde. El delito de C. Diván es actuar en el marco de una legalidad netamente abusiva y como tal lesiva para los intereses del Estado, el castigo como es lógico de la misma índole. ¿Estamos o no estamos para diván?, pero de psiquiatra.

 

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