LO PEOR DE UN PAÍS

Durante toda la semana, las manifestaciones del que fuera todopoderoso tesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, no han dejado de sacudir los cenáculos periodísticos habituales. Tema estrella de tertulias, recurso obligado de conversación, inspiración para el de-sencanto y el desengaño. No ha habido, con toda seguridad, momento precedente que se le parezca al que vivimos. Si los escándalos de corrupción eran algo que se presuponía en determinados entornos y parajes de nuestra geografía –Marbella, siempre recurrente–, lo cierto es que nunca hasta ahora se sucedieron de forma tan continuada, de manera tan lacerante para una sociedad, por añadidura, ya suficientemente desmotivada. Falta sin embargo alcanzar la principal consecuencia de todo esto.
Porque casos como el de Gürtel, Urdangarin o el de Bárcenas, el de Pujol, los EREs de Andalucía, y sobre todo el hecho de que, por lo que se ve, tengan colaboradores incluso compartidos, parece conducir únicamente a la conclusión de que este es un país donde la corrupción, la malversación, las influencias, el abuso de poder o la conspiración se encuentran asentadas en su médula, como si de un sistema montañoso, infranqueable, eternamente oculto por la niebla, se tratase. Resulta hasta insultante que la clase política pida confianza a una sociedad cansada, que se siente en todo caso ausente del más mínimo respeto y que da por hecho que quien no roba, no malversa o, simplemente, no se enriquece a través de la trama que inunda a buena parte de los partidos políticos, es una excepción, una “rara avis” cuyo único destino se entiende que es el de no progresar. Vamos, el de ser un tonto de baba por no aprovecharse.
¿Qué nivel de confianza se puede esperar en el exterior de un país que no es capaz de confiar en sí mismo? Estamos ante la quintaesencia del poder, algo que no se espera que suceda porque se entiende que si participamos de un estado democrático y plural, con un amplio grado de autonomía y con capacidad de crecer, también aspiramos a que nada de lo visto ya hasta aquí siga ocurriendo, al menos no en tal grado de conjución, no en tan elevada suma de despropósitos.
La indignación se queda corta a la hora de intentar calificar –o descalificar– tan abrupto y salvaje desprecio. ¿Nos enfrentamos a casos aislados? Puede ser, pero son de tal magnitud e incumben a estamentos hasta no hace mucho intocables, que el descrédito ya no es el peor mal. Equivale al mangallón de los recreos agitando a una banda de fieles seguidores cuyo único destino es el de no querer estar en otro lado para evitar recibir una paliza. Son chulos de poca monta, a los que, sin embargo, no se les replica pero de los que todos huyen. Lo peor de un país es no poder confiar ya en sí mismo.

LO PEOR DE UN PAÍS

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