Llegar alto

Del contenido de la sentencia que días pasados pronunció un juez británico en relación con la condena de ocho meses de cárcel a un exministro del partido liberal de Nick Clegg, un párrafo llama la atención como pocos. “Nunca habría [usted] llegado tan alto si antes no hubiera ocultado que había cometido un delito muy serio”, le espetó el magistrado para redundar en el alcance de la responsabilidad política, pero sobre todo cívica, que de tal personalidad cabría esperar.

Algo de esto parece estar abrigando la sociedad española en relación con alguno de los numerosos casos de corrupción política que campan por todo el país, en especial, y particularmente, en relación con la aplicación de la justicia. Y es que no está de más recordar que los sondeos de opinión ponen en cuestión la práctica y ejecución judicial en el terruño patrio, que su credibilidad ha dejado de estar delimitada por la independencia y que, más que nunca, está sujeta a la acción y la presión política, cuando no a la decisión incomprensible, desproporcionada y lejana a todo raciocinio y sentido común que inspira el hecho de indultar a un conductor condenado a 13 años de cárcel por homicidio. El ejemplo inglés, que el primer ministro, David Cameron, se ha apresurado a significar que es un claro “aviso de que nadie puede escapar al sistema de justicia”, no hubiese tenido repercusión en España teniendo en cuenta que los 110 kilómetros por hora registrados por el coche que conducía Chris Huhne –el susodicho– en un tramo limitado a 80 están sancionados con cien euros de multa y carece de repercusión en el sistema de puntos del carné de conducir.

Con carreteras atestadas, y no precisamente solo las de asfalto (al político me remito), de “farruquitos” de turno, macarras de alerón y tubarro, o sofisticados sistemas de detección de rádares, cuando no de estrellas del balón tan inviolables como lo parece estar la clase política, la sensación de impunidad parece formar parte del método hagiográfico en el que nos sustentamos. Claro que habría que decir que si a la Judicatura se le resta confianza, a esta le sigue en cuestión de opinión pública el periodismo, tan plagado de ideologías, carácteres, querencias, olvidos, y desechos como lo pueda estar la carreta de un trapero o de uno de esos chatarreros que recorrían, y recorren –ahora más que nunca–, las vías repletas de baches que deja tan desmesurado despropósito como el que nos incumbe. La distancia entre la credibilidad y la desconfianza –¿qué otra cosa viene a decir si no el implacable y dogmático juez Sweeney, el de la sentencia ejemplar?– es la que en la práctica dictamina las mismas posibilidades de alcanzar el estrellato o de caer estrellado. Ocho meses de cárcel deben sonar a toda una eternidad para quien nunca se imaginó en tal trance. Claro que, seguramente, lo peor sea la caída.

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