Las plazas a las que todos vamos

De niños, la plaza tenía el encanto del juego, el del alboroto esporádico, las rodillas en carne viva por las caídas, los codos igual de arrasados tras hacer trizas el jersey. De chiquillos imberbes, el de ver pasar a la gente, el del primer pitillo –y todos los que le siguieron–, el del primer arrumaco y el primer desengaño. De jóvenes, la poesía de las noches de primavera y verano, cuando el atardecer no era final sino principio. Ahora, de mayores, tienen las plazas ese otro arrullo –por persistente–, repleto de sirenas, gritos y alboroto para el que nunca, tal vez, estuvimos preparados, o al menos ya no recordábamos cuando lo estuvimos por última vez.
Las plazas son las mismas en todo el mundo, sean en Estambul o en Egipto, o aquí, en el terruño cercano, el de Armas o en el Obelisco. Pasan, como en casi todas, coches a su alrededor y tiene las horas repartidas, con suerte, entre el alborozo infantil y el rugir fabril, el de la protesta, el de los campamentos improvisadamente abarrotados. Las plazas, tan delimitadas hace tiempo, dan sin embargo ahora la sensación de que se convierten en ciudades, que es como decir que toda la urbe es una plaza, que es en resumen donde bulle todo lo necesario. No hay delimitación, sobre todo cuando permanecen eternamente inacabadas, pero es ahí, en esos contornos habitualmente redondos, ocasionalmente cuadrados y más de lo habitual irregulares adaptaciones a la fisionomía urbanística, en donde la ebullición alcanza su máximo grado.
Tal vez no recordemos cómo se llaman las plazas de Ferrol, de A Coruña, de Lugo, de Madrid, de Barcelona, de Turquía, Libia, Túnez, Egipto o China, pero sabemos ahora que existen porque de ellas parte lo que somos, incluso para los foráneos.
Son, ahora más que nunca, receptáculos de indignación, constancia en definitiva de los que no están en ellas por desidia o por simple arribismo. Pero sobre todo están llenas incluso cuando permanecen vacías, cuando no hay nadie que las atraviese a media tarde, ya anochecida. Están tan solitarias que incluso se echa en falta el vocerío en otras horas molesto, simplemente porque no hay día, o casi ninguno, que no las recorra el último recurso contra la indiferencia, contra la ausencia de soluciones, contra la vulgaridad a la que parece querer someternos todo cuanto no pedimos, o al menos nunca deseamos, sino que nos fue impuesto.
Son las plazas a las que todos vamos, queramos o no, porque no hay calle, por mucho que se trate de evitar, que de un modo u otro, no conduzca a ellas. Son, contrariamente a lo que deberían ser –de acogimiento–, espacios de desolación, sobre todo mental, que es lo último que pierde el cuerpo cuando este ya no respira o no se estremece. Son, ahora, esas plazas a las que nunca quisimos ir.

 

Las plazas a las que todos vamos

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