El exultante cromatismo de Juan Galdo

La muestra “Contrastes”, en Arte Imagen, de Juan Galdo ( Ferrol, 1940), atestigua, una vez más de su gran dominio del color, en una línea que  entronca, sin duda, con la alegría cromática de los fauves, pero que no es ajena a una tradición de la pintura gallega donde abundan los ejemplos de irisadas coloraciones; sin ir más lejos, su maestro Segura Torrella, con el que inició su formación artística a los quince años. 
Estamos, pues, ante una larga y fecunda trayectoria, en la que fueron decisivos sus años de París, a donde marcha en 1963, estudiando pintura y modelado con el maestro Jean Venitien durante cuatro años; fue allí, sin duda, donde pudo asimilar las lecciones de Matisse y muy especialmente,- pensamos- , de Vlaminck, que es al que más nos recuerdan sus jubilosas y fantásticas pinturas de bosques, con los troncos de los árboles convertidos en enhiestos totens multicolores. 
Pero si pudo entrar en esa corriente de color puro y vigoroso, en el que priman los efectos de los tintes complementarios: rojo-verde, amarillo-morado, azul-naranja, es porque ya llevaba dentro las encendidas emociones que asoman a su paleta. Ser pintor no se inventa, se puede inventar el ser artista y darle todos los mareos conceptuales que se quiera, pero pintor se nace como se nace músico; sólo así pueden aparecer las milagrosas entonaciones, las armonías de matiz, el canto alegre de las gamas cálidas en perfecto y justo equilibrio con las gamas frías, ese dominio de peso y temperatura, de mancha y trazo justo que se puede ver en las obras de Juan Galdo, donde cualquier fragmento del cuadro es una sinfonía acordada, una oda gozosa en la que canta a los bosques inundados por resplandores mágicos, a los pueblecitos costeros y a las polícromas barcas de sus pescadores,  a las dunas, a los mercados populares como el Feirón  de Pondeume, a las antiguas  calles iluminadas por luces cordiales y vivas, tan vivas como la bondad que emana del humanismo esencial de este pintor; y  canta, sobre todo, y muy especialmente, a los nocturnos donde la noche es una fiesta de azules profundos por la que viajan resplandores dorados y estallan todas las policromías y se abren arcos y portales hacia el infinito y hasta las sombras son acogedoras. Hay que mirar el mundo con ojos de niño y tener un alma muy limpia, muy inocente, para pintar así, descubriendo en cada pincelada el latir de la luz que se transforma en encantado y radiante chisporroteo tiñendo de oro, de esmeraldas y turquesas y amatistas y toda suerte de joyas preciosas, cielos, tierras y mares. El universo entero vibra y exulta en esta luz, tal vez para recordarnos que somos herederos de un tesoro y que seres, como Juan Galdo, son capaces de administrarlo.
 

El exultante cromatismo de Juan Galdo

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