Antológica de Elena Gago

La galería “La Marina. José Lorenzo” ofrece una selecta muestra de María Elena Gago ( A Coruña 1940-2011), que fue sin duda una de las pintoras coruñesas con más proyección, en su momento. Fue discípula de Lolita Díaz Baliño (tía de Isaac Díaz Pardo), de la que aprendió las técnicas del oficio; pero, dotada de una sensibilidad exquisita, pronto encontró su singular e inigualable lenguaje, caracterizado por la sutileza en el tratamiento del espacio, del cromatismo y sobre todo de su misteriosa luz. 
Hay algo de inefable, de inmaterial, de leve, en lo que constituye casi su principal temática: las estancias interiores, tan delicadas que se siente su fragilidad, incluso se dijera que, aunque  aparentemente realistas y sosegadas en una dulce y recogida atmósfera de tonalidades envolventes, son mucho más que habitaciones de una casa, son portales de paso hacia una ultra-realidad . 
También son mucho más que arquitecturas y que geometría aquellas obras suyas inspiradas en fábricas o naves industriales, pues también aquí el espacio encierra un enigma de laberintos, de aéreas perspectivas, de salidas anheladas y de proyectados sueños. 
Pinta límpidos espacios, con total ausencia de seres humanos y, por lo tanto también, con total ausencia de explícitos dramas, si exceptuamos la de una sugerida soledad; un silencio estático reposa sobre los objetos representados: pianos, camas, sofás, mesas, sillas o sillones isabelinos y su reverberación tácita se funde con la acariciante luz que, a veces, es de un aterciopelado color blanco marfil y, otras, se reposa en penumbras de matizados grises, de suaves ocres o de apagados siena. 
Para sus composiciones escoge especialmente rincones que sugieren intimidad, que propician el secreto, que hablan de recogimiento y que tanto se parecen a aquella loa que Baudelaire hacía del interior holandés: “lá tout n’est qu’ordre et beauté, luxe, calme et volupté...” (allí todo es orden, belleza, lujo, calma y voluptuosidad); no es extraño, pues, –dado esto– que se la haya comparado con Vermeer, salvo que aquí los habitantes de la casa y las ceremonias de la vida están elididas y hay algo de conventual, de místico acontecer que la hace más próxima a Zurbarán. 
También abre ventanas en ocasiones, como en “Alcoba” o “Dormitorio con balcón”, por las que entra a raudales la claridad arrastrando todas las sombras. Otras veces, la luz queda atrapada en los vidrios cerrados configurando raros e indefinidos reflejos, o se filtra a su través posándose dulcemente sobre el recinto para crear un ámbito de paz e intimo sosiego; el cuadro “Sofá con ventanas” es un claro ejemplo de ello. 
Cuando mira hacia afuera (y lo hace poco) dibuja, tras un cuadriculado ventanal de carcomido hierro, el brumoso perfil siena de una fantasmal ciudad. Como decía Miguel González Garcés, en el estudio que le dedica en la Gran Enciclopedia Gallega, “Es la suya una pintura para poetas...”, pues habla con alma de poeta de lo intangible, de la sonoridad callada convertida en etérea y metafórica luz.

 

Antológica de Elena Gago

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