Mis queridos animales

Los poderes públicos han tomado conciencia del problema. En 2015 España firmó el Convenio Europeo de Protección de Animales de Compañía, ratificado por el Senado en mayo de 2017. Pero la ciudadanía ha ido mucho más allá. No solo las mascotas necesitan protección. También los animales que viven en libertad. Tal vez, más.
Hace poco supimos por las redes sociales de un mal nacido que golpeaba contra el suelo a un zorro moribundo. Y raro es el día que los medios digitales no repican imágenes de malos tratos a las mascotas propias. La vida misma. Hay cazadores sensibles al sufrimiento del animal y cazadores crueles porque el mundo los hizo así, como a Jeannette, la “rebelde” de Saura.

A medida que en los últimos años ha ido aflorando la sensibilidad social que aborrece esas conductas, también ha ido aflorando una legislación más dura en el BOE. No obstante, salvo error u omisión, hasta el momento nadie ha ingresado en prisión por la comisión del delito de maltrato contemplado en el artículo 337 del Código Penal.

Estamos ante una nueva vuelta de tuerca en el telar parlamentario, donde se tramita una proposición de ley (iniciativa de Podemos) que prohíbe el maltrato donde no exista habilitación legal (fines docentes, alimentación cárnica, sacrificios en ganadería*). Se propone el endurecimiento de penas. Hasta dos años y medio de prisión en algunos supuestos. Aparece “animal vertebrado”, como objeto de protección, sin distinguir entre doméstico y salvaje o que vive en libertad. Lo cual supondría acabar con la caza y la pesca. Está servido el consabido malestar de quienes defienden estas prácticas dizque deportivas.

Son propuestas de los “animalistas” polémicas. Sobre todo las que incluyen prohibiciones de prácticas seculares. El problema estriba en el modo de llevar el amor a los animales al derecho positivo sin quedarse solo en el prohibicionismo. Mejor la mentalización que el castigo, la prohibición o la cárcel. Dicho sea por alguien que es incapaz de hacer daño a un animal. Por educación. O por una sensibilidad forjada precisamente por reacción a lo vivido en una infancia rural donde se apedreaba a perros que se estaban apareando en la calle, se crucificaban moscas o se tiraba al río una camada de gatitos. Pero nunca creí que esas personas fueran criminales con la maldad en los genes.

Aún hoy uno ve con espanto que, aunque se ha mejorado mucho, ciertas prácticas no han desaparecido. Pero nunca pediría la cárcel para mi tía María, que le retuerce el cuello a un pollo antes de pasarlo por la cocina. Ni para mi amigo Pedro, que acelera hasta matar la liebre cuando ésta busca la luz de los faros del coche.

Mis queridos animales

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