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El ojo público | Disparar al pianista

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Idiakez tras ser cesado como entrenador por el Deportivo de La Coruña
Quintana

Hace exactamente un año el otoño se imponía en los termómetros y en el ánimo de todos. La balanza informativa de la ciudad oscilaba entre lo serio y lo frívolo, entre lo solemne y lo superficial, indecisa por momentos a la hora de subrayar si el asesinato de un chico a manos de una horda de incontrolados rivalizaba o no con la inminente destitución del técnico del Deportivo de La Coruña. Aun así, despreciar lo frívolo y las profundas y arraigadas emociones que producen determinados sucesos que podríamos considerar mundanos, siempre constituye un gravísimo error a la hora de interpretar, diseccionar, asumir y entender una sociedad. Un pueblo puede olvidar una marea negra, un impactante caso de corrupción, una pandemia apocalíptica o un crimen salvaje. Pero le cuesta un mundo dejar atrás en la memoria un penalti fallado. 

Mi trabajo no es juzgar, para eso están los jueces, esos que pululaban a mi alrededor con rictus impasible por los pasillos de la Audiencia Provincial aquella mañana de octubre. Y claro, como era de esperar, a eso de las diez de la mañana la noticia recorrió los pasillos del juzgado como una sacudida eléctrica: Imanol Idiakez, entrenador del equipo de la ciudad, acababa de ser puesto de patitas en la calle. Ni esperé a que me avisasen desde el periódico. Le dije a la redactora encargada de cubrir el juicio de Samuel Luiz que me largaba. Que en los juzgados estaba la chicha, pero en los campos de entrenamiento del Deportivo estaba el vino.

En poco más de veinte minutos estaba montando el teleobjetivo apostado en las vallas desde donde se podían atisbar las oficinas del club y los vestuarios del equipo. Junto a mí estaban otros dos compañeros de la competencia que agudizaban también la vista con cierto nerviosísimo. Así estuvimos un rato largo, hasta que uno de mis compañeros, harto ya de una espera que emanaba olor a fracaso, se aproximó a la puerta y echó una ojeada. Hizo un aspaviento y muy sorprendido vociferó: “¡vienen ahí!”

“Si me dan a elegir entre ligarme a Miss Universo y marcarle un golazo al Liverpool en el último minuto, me resultaría muy difícil decidirme. Afortunadamente he hecho las dos cosas”. George Best

Imanol Idiakez y su ayudante salieron del recinto a paso ligero, hacia el vehículo que compartían, y tuve de todo menos suerte, claro, porque me dieron la espalda y encima estaba calzando en la cámara un teleobjetivo que parecía la cañería del retrete del Sheraton. Lo dejé en el suelo, (que es como dejar 4.000 euros tirados) y monté a toda prisa una óptica angular cutre que me había traído ese día al temer la posibilidad de un chaparrón a la entrada de los juzgados. Eché a correr hacia ellos en la antesala del pánico mientras comprobaba como los dos compañeros de la competencia los fusilaban a golpe de fotos.

Por fin me situé ante ellos y comencé a retratarlos ajustando los parámetros a toda prisa, y calculando a ojo el efecto del contraluz. El ayudante del técnico se separó del encuadre visiblemente enfadado e Idiakez quedó solo ante el peligro y ante nuestras ópticas. Tras unos segundos me percaté que los tipos llevaban sus pertenencias en bolsas de basura. Bajé la cámara y quise comprobarlo con mis propios ojos. Correcto. No era un espejismo. Aquello delataba la presteza, la precipitación y lo inesperado y fulminante que había sido el despido. No dudé más y el obturador se sacudió unas cuantas veces más hasta que consideré que aquello ya era suficiente. Por un instante cruzamos las miradas, y sentí la rabia y la hostilidad lógica que sentía el entrenador hacia mí. Yo me encogí de hombros, y como el abismo, le regresé la mirada. Una mirada que decía algo así como: “muchacho, hace unos pocos meses te retraté en tu gloria, cuando tus jugadores te manteaban como un héroe y 30.000 personas coreaban tu nombre al unísono. Tocaste el cielo, y como todos los que tocan el cielo, lo hiciste de forma efímera. Y yo, ese instante que sentiste, lo hice eterno. Lo documenté y lo mostré a todos, y quedará siempre grabado en la memoria, en las retinas de la gente, y en las hemerotecas de la información. Sin embargo, parece ser que la gravedad cumplió su obligación, y del mismo modo que subiste hasta allí, ahora te has desplomado. La gravedad no es discutible. Por eso es una ley y no una opción. Así que, si no me amaste en aquella ocasión, tampoco me odies en esta. Yo no invento nada, las cosas suceden ante mi óptica. Y esto está sucediendo y ha sucedido. En el campo de fútbol mandas tú y lo aceptamos. Pero en la calle es otro asunto. Somos fotógrafos. Y aunque sólo lo sepamos nosotros, nosotros lo sabemos: la calle es nuestra”

Eso lo dije sin decirle nada, me despedí con un gesto de la mano y me alejé en silencio mientras uno de mis compañeros trataba de justificar dialogando con el entrenador por qué tenía que hacerle esa foto. No veo al charcutero explicándole a un cliente por qué corta una chuleta. A las dos horas, la imagen de Idiakez con las bolsas de basura en ristre era viral a nivel nacional. Por supuesto, había centenares de personas que me ponían a parir por haber hecho la foto. Me reí a carcajadas porque, sin saberlo, disparaban al pianista.

Aquel entrenador era la partitura, yo la interpreté con mi cámara y el lector escuchó aquella música. El asunto es sencillo. Si matas al pianista no hay música. Y sin música, nunca hay fiesta.