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La Galería

El ojo público | Malditos rusos

El fotoperiodista es un batido de sucesos, calamidades e infancias extrañas. Se añora el pasado, porque de eso viven sus imágenes, y siempre aguarda el futuro con ansiedad, porque también será pasado

26/10/2025 10:16
El fotógrafo añora todo del pasado. También su pelo.
El fotógrafo añora todo del pasado. También su pelo.
Javier Alborés

La primera cámara que tuve fue una Voigtlander Vito Cl fabricada en Alemania Occidental. Me la regaló mi abuelo materno cuando en una de mis incursiones infantiles de exploración hogareña la hallé medio olvidada y cruelmente abandonada en el fondo de uno de los armarios de su casa. Yo tenía seis años, y el Mundial de fútbol se cernía sobre A Coruña con aires de sofisticación y con fingidas ínfulas de situarnos en el mapa. Así que, de la mano de mi padre, la estrené con una ilusión desmedida desde la Tribuna Inferior de un renovado y semivacío estadio de Riazor en un soporífero Perú-Camerún. Entre jugada y jugada le desvelé a mi padre que era una lástima que la camiseta del equipo africano, de un verde hermoso e intenso, iba a quedar muy fea en las fotos. Mi viejo, muy intrigado por la afirmación, me preguntó por los motivos. Me encogí de hombros y le aclaré lo que a mí me parecía evidente: “Es que es una cámara muy antigua, sólo saca las fotos en blanco y negro”.

Aquella cámara me acompañó desde aquel momento en todas y cada una de mis correrías por el barrio. La llevaba siempre colgada del cuello con una funda de cuero más dura que el invierno, que la protegía y la abrigaba de mis descuidos, de mis carreras y de mis caídas. El motivo de dicha actitud radicaba en mi efervescente y pueril imaginación, y a mi adicción a los programas de fin de semana del Doctor Jiménez del Oso, reputado ufólogo de voz profunda y mirada hipnótica. Así que mi obsesión y mi misión en la vida consistía en captar en una fotografía el aterrizaje de un objeto volador no identificado en cualquiera de las decenas de solares yermos y descuidados que, en aquellos tiempos, proliferaban como setas en la segunda fase de Elviña. Lejos de tildarme de chiflado, mis amigos se apuntaban a la aventura y a menudo se despertaban de madrugada a comprobar desde la ventana de la cocina o del dormitorio si se estaba produciendo el esperado avistamiento. “Esta noche, nada. Ni en la laguna ni en la explanada”, me trasladaban al día siguiente. Yo torcía el gesto contrariado:. “No lo entiendo, son lugares perfectos”, concluía.

Muchas veces pienso en aquella cámara, y me pregunto qué habrá sido de ella. Probablemente, mi madre, harta de que yo me dedicase a hacer el gilipollas y de verme, demasiado a menudo, preso de un febril estado de ensoñación, terminó escondiéndomela y echándome en cara que la había perdido. Lo que resultaba estúpido, falaz y descaradamente poco creíble. Yo podía quemar la casa, caerme desde el tejado del edificio mientras bailaba una danza de la lluvia, rellenar de patatas todos los tubos de escape de los coches del barrio, pero jamás, nunca, ni por la más remota casualidad, perdería mi Voigtlander Vito Cl fabricada en Alemania Occidental entre los años 63 y 67, cuando el mundo al borde del precipicio se dividía en dos, como siempre, como ahora. Entre los idiotas y los aún más idiotas.

Y mientras conduzco y engullo kilómetros sumido en el trance que implica la soledad perpetua del fotoperiodista, se me viene a la cabeza aquella máquina de crear imágenes e ilusiones, que me marcó y que, con toda certeza, me definió como persona. Todo, absolutamente todo, sucede cuando eres un niño. Lo demás es un eco, un reflejo envejecido y perverso de lo que fuiste. La gente no cambia con el tiempo, simplemente empeora.

Años más tarde y proveniente de Cuba, llegaría a mis manos una Zenit 12xp que aún conservo. Mi padre, que desconocía el ineludible concepto de enfocar en las cámaras réflex, y tras varias intentonas en las batidas vacacionales en las que las fotos de la familia parecían una apología del astigmatismo, zanjó el tema sin opción a la discusión: “Esta cámara está estropeada. La Cuba de Fidel me ha decepcionado en esta ocasión”. Y así cayó en mis manos. La Zenit 12xp, “el tanque ruso”, “el T-34 de la imagen”. Para mí aquello era como si me hubiesen entregado las llaves del paraíso y seis botellas de Stolichnaya. Siempre hay un momento en la vida en la que una persona deja de ser persona y se convierte en fotoperiodista. Los rusos, nuevamente, tenían la culpa de todo.

En una ocasión, charlando con mi gran amigo y fotógrafo de prensa, Moncho Fuentes, me comentó que él también tuvo aquella máquina soviética. Y que en una ocasión le prestaron un teleobjetivo con disparador en forma de gatillo que se acoplaba a ella y que parecía un fusil a lo Lee Harvey Oswald. No se le ocurrió mejor cosa que probarlo en una romería en la que estaba Manuel Fraga. Tres agentes de la Guardia Civil lo placaron como al quarterback de los Forty Niners.

Hoy en día todo el mundo cree que sabe hacer fotos porque genera imágenes con un móvil. Pero al fotógrafo le definen cosas intangibles, difíciles y largas de contar. Así que léete mil libros, haz cien viajes, ojéate dos mil cómics, haz que te rompan el corazón una decena de veces, trágate diez mil películas y escucha un millón de discos. Y en dos días, te juro y te prometo, que yo te enseñaré a hacer fotos.