
A alguien se le había ocurrido levantar un puerto gigante, un puerto enorme, colosal y superlativo donde trabajaban los percebeiros. Y claro, pensado en frío y a bote pronto, parece que el asunto encierra la misma extraña y perversa lógica que construir un resort en donde habitan los pingüinos. Pero sinceramente en aquel instante la disyuntiva, atinada o no, resultaba irrelevante. Pasaba de golpe a un segundo plano.
Porque allí y en breves instantes, íbamos a morir todos.
“Vamos a morir todos”, dijo Cris, la redactora de otro periódico. Yo no tuve más remedio que otorgarle la razón, aunque con matices. El rigor en el lenguaje es clave en la comunicación informativa. “Más bien vamos a pulverizarnos”, precisé.
Para situarnos, una decena de mariscadores extremadamente alterados se dedicaban a arrancar sin la menor delicadeza todos los detonadores que proliferaban como setas sobre la superficie de aquel peñón ante la inminente primera voladura de la monumental obra. Los tipos, entre gritos, empujones y amenazas, parecían no mostrar demasiado interés, ni acuerdo, ni tan siquiera excesiva ilusión con la construcción de dicha estructura portuaria. En la zona había muy buenos percebes, y claro, se daba la circunstancia de que ellos vivían de su extracción. Algunos lo llaman conflicto de intereses. Otros lo llaman “vamos a darnos unas buenas hostias”
El caso es que todos los ilusos periodistas de radios, televisiones y periódicos que pululábamos de manera temeraria sobre aquellas rocas como si fuésemos las monas de Gibraltar, en un abrir y cerrar de ojos, nos habíamos convertido en una pandilla de potenciales víctimas colaterales. Tres o cuatro agentes de la benemérita amagaban con airear las porras mientras los ingenieros y técnicos de la empresa constructora trataban entre gritos desesperados que los mariscadores no prosiguiesen con la peligrosa recolección de espoletas. “¡No tiréis de los cables naranjas!”, se desgañitó un tipo con casco amarillo, peto anaranjado y un rostro blanquecino colonizado por el pánico. Fue decirlo, y el más bruto de los tipos indignados, enfundado en neopreno y agitando la cavadoira con gesto amenazante, se lanzó a por uno de ellos.
“Bien, hasta aquí hemos llegado”, pensé, “no tenía que haber renovado el carné del Dépor”, y cerré los ojos, encogí el cuello y disparé la cámara en ráfaga. “Puede que la tarjeta de memoria sobreviva, ¿quién sabe?, tal vez me den un Pulitzer póstumo por ser un gilipollas que va a cubrir una noticia y se convierte en la noticia. Lo que siempre ha sido la cagada máxima en la profesión”.
Por lo que fuese, no saltamos por los aires. El individuo mostró orgulloso el cable naranja recién arrancado. Como si fuese la cabellera del Custer. “Vale, ya llegó la gracia”, pensé, “me niego a morir en Suevos”
Se aproximaron dos patrulleras de la Guardia Civil y desembarcaron más efectivos y mejor equipados que los que se veían desbordados por la ira de los percebeiros, que trataban de contener la rebelión sacudiendo al aire un par de tricornios.
Me aproximé con descaro al líder de los exaltados, señalé con el dedo un alto situado a cientos de metros del lugar en el que estábamos y le susurré al oído: “mira, voy a subir allí para tomar una buena panorámica de vuestra protesta. Cuando veáis que estoy allí, y sólo entonces, comenzad a arrancar los cables, todos los condenados cables que os apetezca. Rojos, naranjas, amarillos, lilas o el orgullo gay de los putos cables”.
Y me alejé muy rabioso. Muy cabreado conmigo mismo por haber caído en la trampa. Por no haberla visto venir, por no haberme adelantado a lo irracional, a lo estúpido y a lo salvaje de la naturaleza humana. Quintana, pulverizado en Suevos. La historia que contarían entre carcajadas todos mis amigos cuando se aburriesen en un bar.
Así que me senté en lo alto de la colina y contemplé como poco a poco las fuerzas de seguridad, junto a técnicos de la obra y otros actores espontáneos, convencieron a los tipos para que cesaran en su actitud hasta despejar la zona. Colgaba del cielo limpio un extraordinario día de verano. El sol se desplomaba como una catarata sobre nosotros. Me calcé la gorra y esperé en soledad horas y horas mientras observaba como los operarios, con temerosa delicadeza, situaban de nuevo los explosivos entre los pedruscos.
Convencido de que el resto de los fotógrafos estaban haciendo lo mismo situados en otros lugares estratégicos aguardé como el buitre de la foto de Kevin Carter. Agotada ya mi paciencia tres o cuatro veces, por fin sonó la sirena de aviso de voladura. Me acuclillé, sujeté con firmeza la cámara y contuve la respiración. Cesó el sonido de la alarma y el silencio empapeló el instante justo antes de que notase un terremoto bajo mis pies. Comencé a disparar la Canon. Después me alcanzó el sonido y ante mi lente, contemplé el vuelo de rocas de varias toneladas por el aire como si de chinas se tratasen.
Tiempo después descubrí que aquellas fotos fueron únicas. Nadie más tiene esa histórica voladura atrapada en imágenes. Aquel día todos decidieron marcharse a comer. Lógico. Todos menos yo. Supongo que quise visualizar y fotografiar mi propia muerte.
Lo que es, sin duda, todo un lujo.