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El ojo público | La insoportable pesadez de ser

La fotografía es como el fútbol. Todo el mundo la ejerce en algún momento, todo el mundo piensa que es muy bueno y se puede practicar en la calle. En realidad, al sexo le pasa lo mismo

Yeremay celebra junto a Barcia y el resto de sus compañeros un gol con el juvenil del Deportivo
Yeremay celebra junto a Barcia y el resto de sus compañeros un gol con el juvenil del Deportivo
Quintana

La pandemia caía sobre nosotros con la fiereza de un martillo, y, sin embargo, el mundo seguía girando. Y lo hacía contando todas sus horas, y todos sus días, contando a sus muertos. Y por supuesto, visto lo visto, cada uno de nosotros trataba de tirar adelante con lo suyo, en una desesperada búsqueda de lo cotidiano, pero inmersos en una realidad, que, de golpe, se había tornado extraña, aséptica y peligrosa. Así que allí estábamos los fotógrafos de prensa, con la tela aislando nuestros alientos, separados por una distancia prudencial y cubriendo un partido de los juveniles del Deportivo de La Coruña. Fascinante.

Por fin, uno de los chavales del equipo blanquiazul anotó un tanto y aquello desató una sigilosa locura en el campo de fútbol. El público era muy escaso, y prácticamente sólo se escuchaban los chillidos exultantes de los jugadores. El protagonista del gol echó a correr hacia nosotros eufórico y muy consciente de nuestra presencia mientras se deshacía de la camiseta mostrando su pecho imberbe para, finalmente, lanzarse de rodillas ante nuestras cámaras, estilizando lo que iba a ser la fotografía de su momento, de su instante de gloria.

“¡Mira qué listo el chorbito!”, le dije a mi compañero de la competencia mientras lo cosíamos a fotos, “nos tenía bien localizados. ¡Menudo pro!”.

Nos estaba dando una buena instantánea, pero sus gritos y salivazos nos estaban alcanzando de pleno en el rostro, así que, dadas las circunstancias, tuve que regañarle: “Chaval, tampoco te nos eches tan encima, que dicen que hay un bicho que mata a los viejos. Y este y yo somos viejos. Sobre todo, él”.

Inmune al reproche, sólo brotó una incontenible carcajada de su garganta, descubriendo en su sonrisa unos llamativos brackets y una natural picardía adolescente. A continuación, una turba de compañeros adolescentes se abalanzaron sobre él y se diluyó en un amasijo de cuerpos y abrazos.

Han pasado cuatro años desde aquel momento. Y aquel crío, a día de hoy, sigue siendo un crío, pero también es ya una incipiente estrella del fútbol al que le etiquetan el valor de 30 millones de euros. Y es el ídolo de una ciudad que vive de frente al fútbol, al mar, a la moda y a la cerveza, y de espaldas a casi todo lo demás. Así que, se desee o no, ser la estrella del Deportivo de La Coruña le otorga a uno un estatus y un reconocimiento que linda con lo mesiánico. El caso es que los fotógrafos que llevamos décadas en el oficio hemos visto pasar a muchas estrellas ante nuestras lentes. Los hemos tratado también, pero los tiempos han cambiado mucho, y la relación entre futbolistas y fotoperiodistas ha evolucionado también.

Hoy en día se ha cavado una profunda trinchera, se ha alzado un muro de protección y se ha impuesto un severo cordón sanitario para que el roce entre la prensa y el profesional del fútbol sea mínimo. Son los nuevos tiempos, el fútbol moderno.

Hace unos pocos meses, Lucas Pérez era la respuesta a todas las preguntas. Y daba pregones, era el protagonista en decenas de entrevistas, la estrella invitada a todos los actos sociales o era el centro de atención en todos los lugares de ocio. Como lo fueron antes Bebeto, Mauro Silva, Diego Tristán o Fran, por citar a unos pocos. Incluso algunos fueron reyes.

Muy pocas veces se cita ya a Lucas Pérez en una conversación. Lucas ya no es. Simplemente fue. Y ahora es Yeremay. Ese chico que velozmente corretea la banda y que lo hace conviviendo con la paradoja de sostener todo el peso del mundo sobre sus hombros. O por lo menos, eso parece decir mi cámara, que no habla, pero todo lo cuenta. Lo hace con imágenes, con instantes que desnudan a un político, a un asesino, a un santo o a un jugador de fútbol. Ante mi objetivo, ese chico pillo y delgaducho del que fui consciente cuatro años atrás, tras zafarse con una facilidad hiriente de un defensa, a menudo percibe la dificultad infinita del peso de la responsabilidad. La de una ciudad rebosante de orgullo, la de una afición hambrienta de triunfos, y la de los disparatados 30 millones de euros. Por eso, no puedo dejar de sonreír al pensar que los fotógrafos, muchas veces, somos como esas madres que todo lo ven y todo lo sienten. Y el otro día, con un Riazor vibrante y en ebullición, Yeremay se perfila ante su defensor y suelta la pierna en un derechazo hipnótico que cuelga sobre la tarde del sábado hasta desembocar en la cruceta más lejana del arquero, que, de pie, como un bloque de hielo, se debate entre maldecir o romper a aplaudir. Y ahí está lo curioso. Mi cámara me lo dice, lo ve y me lo susurra. Aquel muchacho observa expectante como el balón entra por la escuadra. Y se queda inmóvil, un segundo, apenas imperceptible para casi todos, pero no para mi Canon y su teleobjetivo de 300 mm. Sus ojos lo transmiten todo, lo irradian y lo expresan. No pueden ocultarlo ni fingirlo. Sus pupilas no encierran alegría.

En ellas tan sólo hay alivio.