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La Galería

El ojo público | Simplemente un día perfecto

05/10/2025 13:05
Un salto de fe a las entrañas del océano
Un salto de fe a las entrañas del océano
Quintana

Al azar, fijo con la mirada una de las cientos de miles de rocas que conforman la playa. La erosión, el viento y el mar, codo con codo, las han redondeado hasta crear formas tan esféricas y tan lisas que reflejan el sol como un espejo. Sus salvajes destellos contraen mis pupilas hasta hacerlas agujas.

Y yo, mientras apuro mi cerveza con largos tragos, me dedico a lanzar piedrecitas contra el objetivo seleccionado y con escaso éxito, al resguardo de mi sombrilla. El mar parece dormido, y sólo la sacudida repentina de alguna ola quebrándose en la orilla, me hace recordar que su interior, hondo y azul como la tristeza, alberga toda la vida de un planeta. Una novela de Ian McEwan madura sobre mi toalla, inmutable y abstracta, como la prosa que encierra, y también descansa a mi diestra una vieja cámara Olympus E-M10, la que siempre me acompaña en mis viajes y la que tanto me cuesta disparar cuando me veo inmerso en ellos.

Contemplo con la mirada viciada de un fotógrafo todo lo que me rodea. El grupo de ancianos anglosajones que flirtean con el cáncer de piel a mi vera, el perro mestizo que se zambulle con entusiasmo en las templadas y acogedoras aguas de las playas de sur, o el oriundo que hace danzar el anzuelo y el cebo sobre su cabeza con precisos lances que estallan en espectaculares salpicaduras a decenas de metros de su caña. Cada imagen que me ronda, la encuadro en mi cabeza, la mido y la desenfoco, decido la óptica y calculo la apertura que preciso, la exposición que requiere y finalmente la resuelvo en mi mente, visualizando un resultado satisfactorio, necesario y memorable.

Todos los fotógrafos, los que ya cuentan con millones de disparos en sus retinas, lo hacen. Aunque pocos lo confiesen. En todo momento. Como el que respira. A veces incluso, hablando con alguien, el automatismo te empuja, te saca del diálogo, y ya no escuchas. Ni oyes. Ni tan siquiera te importa lo que el otro tenga que decir. Sólo observas la luz caer sobre el rostro de tu interlocutor, o su hombro perfilado con exactitud por el sutil contraste de algún brillo. Y de ese modo, y casi sin querer, inclinas tu cuello y afinas tus ojos para tratar de captar un fondo, uno que albergue una geometría y un contraste, que defina un retrato en toda su plenitud y totalidad. Que acoja en una única imagen, todo lo que la persona que te habla, ha dicho, está diciendo y va a decir a lo largo de toda su vida. Un retrato perfecto.

El fotógrafo es un yonki de lo estático, de lo absoluto y de lo eterno. De manera enfermiza, aspira a trascender, a narrarlo todo a través de pequeños hurtos en el tiempo y el espacio. Siempre sintiendo el temor, la duda, el dolor de dejar irse, de perder y no hacer suyo, ese instante que puede que justifique una profesión, una apuesta y una vida. Verlo pasar ante tus hocicos y no atraparlo, no sería un fracaso. Sería la derrota más absoluta, la guerra perdida incondicionalmente, un escupitajo al rostro de la belleza del mundo.

La confirmación, plena, sólida e inquebrantable de la futilidad de tu existencia. Todo el mundo nace para un único momento. Marco Tardelli para un remate, Glenn Ford para un bofetón, Alí para una derecha cruzada en el octavo asalto y Nerón para un colosal incendio. Para los fotógrafos, ese momento está aguardando siempre en cualquier rincón, con la crueldad de lo casual, lo escabroso de lo inesperado, está agazapado para pasar ante sus ojos como un relámpago.

Así que mientras mi pareja, a escasos metros de mí y ajena a cualquier explicación fisiológica, asume el baño solar con una naturalidad sobrehumana, yo me encojo parapetado en la escueta sombra que me otorga el parasol, como un francotirador, a la espera de captar el instante que inevitablemente deduzco va a suceder ante mí.

Ajusto velocidades y aperturas y afino el enfoque, porque la cámara es lenta y la óptica es mala, y puede que sólo tenga esa oportunidad.

Cuando sucede, disparo, y entonces escucho el obturador electrónico burlarse de lo efímero y transformándolo en eterno.

Ese instante jamás volverá a suceder así. Y yo lo he robado, ahora es mío y también vuestro.

No sabéis cómo odio hacer fotos cuando estoy de vacaciones. Lo odio tanto que a veces, desearía haber nacido hace mil años, lejos del momento perfecto.

De este día perfecto.