Recuerdo que, en mi época de infancia, cuando íbamos al cine de las tres de la tarde y en la pantalla sonaban tambores era el preámbulo de que se iba a desencadenar una guerra entre indios y vaqueros. Así empezaban las grandes masacres que nos pusieron en las pantallas cinematográficas y en las que siempre uno de los bandos, dependía de quien dirigiera la película, eran los malos en toda la sangrienta contienda.
Vine esto a cuento de que, sin que por el momento suenen tambores de guerra total, los nervios de la clase política y diplomática atraviesan por las peores horas en décadas desde que finalizó la Guerra Fría. El que tiene el mando de miles de cabezas atómicas, Vladimir Putin, sigue amenazando con desencadenar la que podría ser la Tercera Guerra Mundial. Y lo hace a sabiendas de que Occidente le ha dejado hacer lo que quiso en cerca de una veintena de años y que les estuvo engañando y mintiendo en los últimos tiempos. Ahora, aunque con mucho retraso, parece que el bloque occidental empieza a moverse después de dejar campar a sus anchas al presidente ruso.
Lo de Ucrania es la punta de iceberg. Es una especie de comienzo expansionista de Putin que, si no le ponen freno, desencadenará males mayores en los que nos veremos inmersos todos los que integramos la Unión Europea y la OTAN. Y los americanos no pueden mirar para otro lado como vienen haciendo en las últimas contiendas en las que tomaron parte y que salieron de muy malas formas.
Me gustaban mucho las películas de indios y vaqueros, pero no la que pretenden proyectar ahora en el cine mundial, el cine en el que convivimos y que nos ha dado más de 70 años de paz, con ligeras escaramuzas que siempre fueron atajadas y frenadas por la vía diplomática. Ojalá que en esta ocasión sea igual. No se puede permitir que Putin pretenda dar paso a los tambores de guerra.