Memoria calcinada

La mirada de nuestro padre Teleno sobre la chana de Ayoó de Vidriales (Zamora), donde reconocí mi alma leonesa cuando estaba echando los dientes, dejó de ser envolvente el día que ardió el monte en la peña de San Mamés. La venerable quietud de la montaña, forjada siglo a siglo, no sirvió para impedir la puñalada al paisaje de mi infancia.
 

Nunca se lo perdonaré. Tal vez sea esa decepción prometeica la que me lleva a blasfemar como único consuelo frente a la desolación. Monte calcinado es memoria calcinada. Y sin memoria nos degradamos un poco más. Ver el monte desde la ventana de mi casa de Ayoó (el Ageo de San Genadio y el abad Arandiselo) ya nunca será lo mismo.
 

Los incendios forestales provocan la degradación del medio natural y, por ende, de la condición humana. Mejor que yo lo explicarían Delibes, Torga, Llamazares, Ferrero, Jiménez Lozano, y tantos otros cantores de esta tierra pensativa (el antiguo imperio astur-leonés-galaico-portugués).
 

Pensativa y una gran parte despoblada hoy por hoy. La despoblación es precisamente uno de los reproches argumentales manejados mientras se nos informaba de los 36 incendios forestales del pasado fin de semana, la mayor parte de ellos fuera de control.
 

Lógico. El consumo de leña y de pastos está garantizado por una población estable en las zonas rurales. Lo contrario es combustible para alimentar las llamas del verano.
 

Tampoco la blasfemia me consuela del hachazo del fuego en el parque de Monfragüe, en tierras catalanas de Sant Llorenç de Munt i L’Obac, Las Hurdes, el gallego Barco de Valdeorras, etc. Pero nada tan insoportable como la pérdida de dos vidas humanas, la del brigadista y la del pastor de Ferreruela de Tábara, ambos en una zona cercana a la Sierra de la Culebra, ya calcinada a finales de junio. Claro que renunciar a la blasfemia y volver a la razón puede llevarte a la melancolía ¿Dónde está el ecologismo oficial que, en teoría, se reconoce en un Gobierno confesionalmente verde?
 

No se trata de hacer demagogia. Se trata de denunciar la desidia del ecologismo oficial de un Gobierno que milita contra el cambio climático en estricto alineamiento con los países comprometidos en la reducción de los gases tóxicos a la atmósfera que respirarán nuestros nietos.
 

Cuesta encontrar medidas concretas o esfuerzos suplementarios contra la degradación del medio natural causado por los recurrentes incendios forestales del verano. Y no será por falta de casuística. No será porque, verano tras verano, las llamas se hartan de recordarnos que no basta con proclamarse ecologista en las pancartas de una manifestación o en las frases enlatadas de un discurso político. 

Memoria calcinada

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