Dictadores

Para simpatizantes y enemigos dentro de Cuba, era sencillamente “Fidel”. Para los de fuera de la isla, “Castro”. Para una parte del mundo, un adalid de las masas oprimidas en los países en vías de desarrollo. Para otros, un revolucionario devenido en dictador. Grandes titulares informativos resaltando  el carácter dictatorial del régimen cubano bajo su largo mandato han sido, sin embargo, excepcionales por su rareza. Aquí y mundo adelante. 
Y es que si en el siglo XX la izquierda creó escuela a la hora de no asumir la igual naturaleza totalitaria del comunismo y de los fascismos, en el XXI pervive con fuerza asombrosa esa  vieja atracción por los dictadores comunistas. Por eso hay dictadores y dictadores; tiranos y tiranos; autócratas y autócratas. 
Sin tener que afanarse demasiado,  en las redes sociales han corrido con profusión estos días dos portadas, enfrentadas, del medio ahora autollamado “periódico global” y que entre nosotros reparte credenciales de credibilidad  informativa. Una correspondía al 11 de diciembre de 2006. Y la otra,  al pasado domingo 27 de noviembre. 
Pues bien: en la primera se informaba de la muerte del dictador chileno Augusto Pinochet con un titular de denuncia: “Muere Pinochet sin responder de sus crímenes ante la Justicia”. En cambio, en la de hace unos días el encabezamiento era reivindicativo: “Muere Fidel Castro, símbolo  del sueño revolucionario”.  Como si Castro no tuviese crimen, encarcelamiento o fusilamiento alguno a sus espaldas, hubiera colocado a su país en el mejor de los oasis posibles y fuera ajeno al millón y medio de exiliados forzosos. Por no hablar del silencioso exilio interior. 
No en vano se ha dicho que quizás Castro haya sido el dictador con mejor propaganda del mundo. Algunos no andan errados al considerar que el mito, la leyenda perdurables de Fidel se explican desde una nostalgia generacional de todos aquellos que se alistaron a sus campañas de zafra y de alfabetización y creyeron el discurso antimperialista de defensa de la dignidad nacional. 
Más tarde, madurados ya en la evidencia del fracaso conservaron su ofuscado idealismo en la solución de la nostalgia como una manera de autoexculpación y autoperdón. Para generaciones posteriores ha sido determinante la asfixiante propaganda de tantos años sobre los supuestos logros del proceso revolucionario que el déficit de libertades propició.
Son pocos los hombres en la Historia que se convierten en referente universal y Castro ha sido una de esas raras excepciones. Y si bien seguirá teniendo sus exégetas, muy probablemente la Historia no lo absolverá: prohibió durante décadas la vigencia en el país de las más mínimas libertades y sumió a sus gentes en una pobreza lamentable. En definitiva, ha dejado un país  mucho peor del que hace más de medio siglo lo recibió como libertador. 

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