El descrédito de los partidos

No hace falta que lo diga el CIS. Cualquiera lo puede comprobar en su propio entorno. El descrédito de los partidos y de la clase política es enorme, hasta el punto de haberse convertido de un tiempo a esta parte, según el Centro de Investigaciones Sociológicas, en el cuarto problema nacional detrás del paro, la crisis económica y la corrupción.
Según los observadores, esta desconexión entre representantes y representados es notoria también más allá de nuestras fronteras. Pero no es menos cierto –dicen-  que en ningún otro lugar se percibe una visceralidad tan crítica contra ellos como en España, que ha pasado de ser un país indiferente hacia la política a un país fóbico contra los políticos, convertidos junto con los banqueros en el gran chivo expiatorio al que culpar de todos los males.
¿Por qué así? Los episodios de corrupción tienen evidentemente su principal parte de causa, agravada ante la opinión pública por el goteo que de los mismos se viene produciendo, con larguísimas instrucciones judiciales,  festival de imputados y transcripciones sumariales en los medios donde se mezclan churras con merinas, delitos con corruptelas y gestiones normales entre empresas y  Administración con maquinaciones para cometer alguna fechoría. Se ha contado estos días que, por ejemplo, la célebre juez sevillana Mercedes Alaya tiene desde hace dos años  algunos imputados a los que todavía no ha tomado declaración.
Y cuando me refiero a la corrupción como principal causante de esta desafección ciudadana hacia los partidos y la clase política estoy diciendo a la vez que no es, evidentemente, la única. Porque hay comportamientos de las formaciones políticas en su quehacer diario de los que son exclusivamente responsables y que contribuyen también en no pequeña medida a que se haya roto ese frágil vínculo que siempre debería funcionar entre representantes y representados.
Como escribía hace poco el profesor Jorge de Esteban, lo que está fallado en nuestros días no es tanto la democracia indirecta o representativa, cuanto la actuación oligárquica de los partidos. No tanto los partidos como estos partidos, con su falta de democracia interna,  su “dedo divino” para casi todo, su opaca financiación, sus incumplimientos electorales sin causa de fuerza mayor, su “me opongo” porque sí, y su control de prácticamente todas las instituciones y poderes. No es de extrañar, pues, que se vaya asentando eso del “no nos representan”.
Al tiempo, y asfixiado por esta omnipresencia partidaria, el ciudadano ya no se conforma con que su participación en la vida pública se reduzca a votar cada cuatro años. Algo y pronto tienen que hacer los partidos para salir de tal descrédito. Y la reforma: o la hacen ellos o, mejor antes que después, se la harán otros a la fuerza.

El descrédito de los partidos

Te puede interesar