¡Vivan las cadenas!

Se cuenta que, cuando en 1814 volvió del destierro el rey Fernando VII, el pueblo se abalanzó a desenganchar los caballos de su carroza, y unos voluntarios hicieron de cuadrúpedos, a las vez que se gritaba “¡Vivan las cadenas”! en elogio del absolutismo y rechazo de la Constitución de Cádiz. Es difícil encontrar en la Historia de España un momento de mayor servidumbre bajuna, pero parece que así sucedió.
Me he acordado de este pasaje vergonzoso, porque, dos siglos después, sentimos cierta renuencia a las cadenas, al menos a esas que son necesarias colocar sobre la llanta de los automóviles. 
En el desastre bianual que España suele tener con la nieve, parece que fueron muchos, muchísimos, los conductores que consideraron que ponerle cadenas a las ruedas era una muestra de debilidad, y que lo machote, lo que haría cualquiera de Bilbao –o de Segovia– es subirse un puerto sin la ayuda de estas señales de flojera y apocamiento.
También ayudó bastante la falta de previsión de la Dirección General de Tráfico, ante lo que anunciaban los meteorólogos, y esos concesionarios de autopistas, que cobran el peaje, pero creen que los demás debemos abonarles los servicios de mantenimiento (no van a recortar beneficios adquiriendo unas máquinas quitanieves y otras implementaciones, que son gratis si las pides a cargo de los contribuyentes).
Recuerdo haber aterrizado en el aeropuertos de Helsinki sobre una pista de hielo. Al salir del avión el termómetro marcaba 23 grados bajo cero. Al día siguiente me asomé a la calle desde la ventana del hotel, y los coches circulaban con normalidad a una velocidad como la de cualquier otro lugar. 
Creí que la temperatura había ascendido. Y era cierto: únicamente estábamos a 11 grados bajo cero, pero los automóviles llevaban ruedas especiales de invierno, como sucede, bastante más abajo, en la mayor parte de Alemania. Aquí, no. Aquí estamos en ¡Abajo las cadenas!, no vayan a ser que se crean que no somos liberales.

¡Vivan las cadenas!

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