SINGLADURAS LEGENDARIAS

Hace unos días coincidí con un par de amigos. Uno de ellos acababa de llegar de un viaje, el cual comenzó a describir con entusiasmo. Nos contó el crucero que hizo por el Mediterráneo en un trasatlántico. Inocentemente le pregunté cómo pudo ser eso... lo de atravesar el Atlántico por el Mediterráneo... Me miró con algo de recelo, pero continuó. Alabó hasta llegar a la hipérbole las bondades del barco y las infinitas posibilidades de diversión que había en él. Casi llorando de emoción nos contó cómo pasaba las mañanas tumbado al sol en la piscina y los refrigerios que consumía a causa del calor. Luego habló de los buffets y las reparadoras siestas antes de acudir a una de las salas de cine del navío. Se vio todos los estrenos. Más tarde, buffet de nuevo hasta reventar (la pizza era soberbia), recorrido por los bares y pubs de las distintas cubiertas, para acabar en un dancing con la costilla. El colmo de la felicidad. El horizonte desde el buque era inenarrable, decía. Las puestas de sol, conmovedoras. Durante los amaneceres se le encogía a uno el alma, proclamaba... Ahí, él y su mujer conocieron a otros dos matrimonios, uno de Toledo y otro de Córdoba, simpatiquísimos, con los que hicieron muy buenas migas. Con ellos iban, cada vez que atracaban en el puerto de alguna bella localidad costera, a pasear desenfadadamente mezclándose con la población nativa y de bulliciosas compras a algún Zara o Massimo Duti. Descubriendo la extraordinaria la gastronomía local, como aquel plato que calificó de sublime, de cuya descripción colegimos un sorprendente parecido con un filete con patatas. Capuccinos en una terracita, y de nuevo al barco. Y así, con el hígado decididamente algo más graso, se pasaron once inolvidables días, no sin antes despedirse de sus nuevos e inseparables amigos, haciendo votos de mantener eterna amistad y asiduo contacto, así como de intercambiar las 18.522 fotos que sacaron entre todos, incluyendo esa tan simpática en la que a una tal Dorita un travieso vientecillo le levantó la falda y se le ve el culo (anécdota esa, por cierto, celebradísima).
Los otros dos creímos morir de envidia escuchando las legendarias singladuras que narraba ese intrépido Marco Polo, ese audaz Magallanes, que ahí estaba, como cantaba Patxi Andión, con toda la mar detrás. Y, sin embargo yo, por mi parte, lamentando mi negra suerte por estar condenado a no salir de mi ciudad, a tomar los baños en el Orzán como simple agüista, a beber vulgares cañas en cualquier ordinaria terraza; a acudir a desabridos cinematógrafos, que a todas luces carecen del encanto de una proyección en un barco; a comer el omnipresente pulpo, los ubicuos pimientos de Padrón, las pertinaces nécoras y los paradigmáticos mejillones. Harto de solo ver ponerse por el ordinario horizonte atlántico el mismo garbancero sol por detrás del vulgar monte de San Pedro. Como siempre. Y es que no hay nada como viajar. Todo es tan distinto...

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