El paseito coruñés, ¿un deporte de riesgo?

Hay quien no se conforma con un simple viaje de placer para hacer turismo. Necesitan soltar adrenalina y para ello no dudan en ir a hacer senderismo a la jungla de Borneo, a soplar cerbatanas al Amazonas, a practicar rafting en Java o parapente en el Kilimanjaro.  Turismo de riesgo que acostumbran hacer solteros con mucho tiempo libre y una billetera generosa. A veces, alguno fallece y a otros hay que repatriarlos, después de haber pagado el Gobierno un pastón, desde algún peregrino país adonde fueron a hacer el canelo, sabiendo que hay lugares donde no se andan con gaitas y a los blanquitos se les suele secuestrar para obtener un suculento rescate o darle matarile porque sí. Pero el peligro atrae.
Bien, en mi opinión, pasear por las calles coruñesas no es, en términos relativos, menos arriesgado. Caminar por el centro supone un reto tan atractivo y emocionante como tirarse en canoa por las cataratas de Iguazú. Las terrazas de los establecimientos hosteleros invaden las calles y el tránsito se hace poco menos que imposible. En esos casos se echa de menos un bulldózer.
Las paseantes se desplazan entre infinitas mesas, sillas y carteles plantados descaradamente en mitad de las calles. Caminan encajonados (con altas probabilidades de perecer laminados) sobre una pátina de mugre pegajosa. Un intenso aroma a meada impregna el aire mientras los churretones de orines decoran esquinas y contenedores rebosantes de basura. Urge una máscara antigas si no se quiere morir asfixiado.
Es que si no llueve no hay nada que hacer. Porque no se sabe de ningún tabernero que se atreva a echarle un agua y pase el mocho con un poco de friegasuelos a su área de influencia –su terraza–. Eso se deba tal vez a que consideren las mangueras como cables de alta tensión. Razonable explicación para que a base de restos de aceitosas sardinas, rabos de oleosos pimientos y grasientos chicharrones (que los visitantes mesetarios acostumbran a llamar mariscada) el pavimento coruñés se llene de lamparones, muchos de los cuales pasarían por caras de Bélmez.
Otro reto que pone a prueba nuestro arrojo –dejando a un lado la paciencia en los semáforos (nos pasamos un tercio de nuestra vida durmiendo, y en Coruña, ya sea como peatón o conductor, vivimos otro tercio de ella aguardando en un semáforo)– son las obras. Miles de zanjas han creado un paisaje lunar. Los coruñeses hemos aprendido a sortearlas con pericia, salvo algún despistado, víctima necesaria de la adicción al peligro.
Juraría haber visto a un crucerista semienterrado en una de ellas. Llevaba allí por lo menos cuatro días sin que nadie le rescatara, acaso porque aquel hombre estaba tan desconcertado que no podía articular palabra, con lo que los viandantes supondrían que aquella figura hierática era una de esas estatuas que el Ayuntamiento está erigiendo por los más peculiares lugares. Qué bonito. Arte conceptual, dicen.

El paseito coruñés, ¿un deporte de riesgo?

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