Palmas, palmitas

Despedimos el año con relativamente modernas tradiciones y recibimos el año con otras de nuevo cuño. Doce uvas para conjurar a la suerte y espantar el pasado. La crisis. Aunque los que formamos parte de la casta que llamamos ciudadano medio estamos siempre más o menos en crisis.
Cada año nuevo, la marcha Radetzky pone la nota alegre a la resaca. Una clásica matinée centroeuropea, trasladada al resto del mundo y que empezó siendo un asunto para melómanos y entendidos (y algún que otro despistado). Luego, el pueblo llano, que todo lo fagocita, le dio el toque popular y ya no hay nadie, desde el exquisito hasta el gañán, que no celebre el acontecimiento. Y batiendo palmas, claro. La otra reciente tradición son los saltos de esquí desde Garmisch Partenonseique. Relajante retransmisión que posee interesantes valores añadidos –como las magníficas y salutíferas siestas que proporciona el Tour de Francia–; un limbo perfecto para procesar los excesos de la noche anterior. Desgraciadamente, de ambos acontecimientos, solo uno puede seguirse sin tener que pasar por taquilla, ya que el favor popular que siempre tuvieron los saltos ha hecho que los tiburones televisivos viesen  negocio y hayan querido sacar tajada, una vez más, del pobre pagano. O tienes tele de pago o te sofronizas con otra cosa. Lo próximo para lo que pasar por caja será el sobredicho concierto de Año Nuevo vienés. Si no, al tiempo.
Pero esto no es más que una señal de lo que realmente sucede ¿Hay algo más tradicional en todo año que comienza que el roerle el bolsillo del contribuyente? Las hienas están esperando al día primero del año para acabar con los despojos. Los chacales barruntan el festín. Los buitres aguardan para dejar mondos los huesos del sufrido ciudadano. Es el cuento de siempre con el beneplácito o la colaboración de los sinvergüenzas y/o inútiles que elegimos cada uno o dos años para cuatro años. Sube la luz, el agua, la telefonía, el transporte, la gasolina, los peajes, el gas... Nadie sabe por qué. Podría haber sido el 17 de septiembre. O el 12 de octubre. Acaso el 4 de agosto... No: ha de ser el 1 de enero.
Lo saben. Se lo hemos puesto en bandeja. Nos encantan los rituales, las doce uvas, los mensajes chorras, los especiales memos de Nochevieja, el concierto de Año Nuevo, los saltos de esquí. Somos felices haciendo lo mismo año tras año. ¿Por qué, entonces, no encarecer todo año tras año? Si hemos tragado con todo lo que hemos tragado, más fácilmente incluso que las malditas doce uvitas, por qué no dar un paso más. Todo por la tradición. Cualquier día las compañías de esto o aquello anunciarán sus respectivas subidas del copón con la marcha Radetzki de fondo. Y nosotros batiendo palmas como gilipollas. O como japoneses. (¡Ondiá! ¿Se han fijado? ¡Cada vez hay más japos en Viena el 1 de enero!). ¿O son chinos?

Palmas, palmitas

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