Nuestra memoria meteorológica

Todo esto pasará y ni nos acordaremos. Llevamos azotados, abofeteados, zarandeados, empapados, calados y anegados inmisericordemente por furiosos vientos y pertinaces lluvias desde hace meses jurando que esto nunca había sucedido. Pero no es la primera vez, ni será la última. A veces parece que tenemos la memoria de un celentéreo y no recordamos (o lo hacemos vagamente) más allá de unos pocos años. Pero días como estos los hemos tenido. Tal vez sea el exceso de información, que diluye y deforma los recuerdos y crea una bruma donde es difícil distinguir la real de lo imaginado.
Es habitual escuchar charlas meteorológicas (hablar del tiempo es obligado, no sólo en los ascensores), en un contraste de pareceres acerca de cuándo sucedió tal o cual cosa o si realmente ocurrió. Hay quien ofrece datos basándose en referencias personales, hay quien acude a las hemerotecas y quien lo asegura “porque sé bien lo que me digo”.
Da igual, podremos ser jarreados por un cielo vengativo, lucir una pátina de moho y, en un circunstancial y urgente salto evolutivo, habernos salido escamas, porque a la vuelta de siete u ocho años llegaremos a dudar de en qué época se sucedieron aquellos temporales, cuándo se encadenaron las borrascas, qué días el mar furioso destrozó la costa, en qué semanas volaron árboles o se desbordaron ríos. Desde entonces habrá habido más temporales, lluvias y oleajes. Podrán ser de menor intensidad, pero con suficiente carácter para irse acumulando en nuestra memoria hasta casi difuminar los días terribles en los que el cielo se encabritó.
¿Memoria selectiva? Pudiera ser, aunque no creo que sea el caso. Lo dicho: exceso de información. Procesarla lleva su tiempo y nos quedamos con sólo una parte, probablemente de forma aleatoria.
Todo pasará y no nos acordaremos. Es nuestra memoria meteorológica, la que nos hará olvidar los vendavales de golfos, las tormentas de arribistas, la mar gruesa de trincones, la arbolada de mangantes, la montañosa de aprovechados, los chubascos de trileros, los aguaceros de prevaricadores, la granizada de descuideros y los huracanes de ladrones. Son demasiados. Los que ha habido y los que habrá. La memoria no da para tanto.
Así que, como las borrascas, las ciclogénesis explosivas o los fenómenos meteorológicos adversos, también pasarán al olvido, y a la vuelta de unos años no los recordaremos, desaparecerán en la espesa niebla del aluvión de información. Tal vez se les vea discretamente en otros lugares detentando altos cargos oficiales o privados o disfrutando en paraísos tropicales de lo mangado tras haber estado un par de años a la sombra... en la cárcel del “Monopoly”. Hasta olvidaremos aquel día en que una señora bajó una rampa sonriendo, entró en un juzgado riendo y de él salió descojonándose.

Nuestra memoria meteorológica

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