EL LECHUGUINO

Anda todavía amoscado el personal a causa de un petimetre famoso por haberle estado tomando el pelo a todo el mundo. Las reacciones han ido desde la indignación hasta el choteo, sin olvidar, en una época en la que prima y se celebra lo inane y lo trivial, a aquellos que han hecho del “pequeño Nicolás” un héroe -un antihéroe- de la España pícara y arribista. Se maravillaron algunos por la sapiencia, a pesar de su edad, del lechuguino en cuestión, olvidando (o desconociendo) que en ese país de Monipodio, hoy como entonces, la juventud puede ser un mérito añadido como maniobra de diversión, pues nadie intuirá aviesas intenciones en un imberbe, sino diligente servicio como aprendiz de los padres de la patria. El asunto es que entre tanto golfo, mangante, trepa y prevaricador, este ya popularísimo membrillo supo metérsela doblada a muchos dirigentes y a no menos oficiosos con mando en plaza, generalmente de su misma cuerda o de la que aspiraba a trepar... He ahí el quid de la cuestión. Nadie sospechó del lácteo muchacho, simplemente porque respiraba y exhalaba el mismo aire de petulancia y prepotencia que ellos, la clase ensimismada, prepotente, arrogante y endogámica entre la que se movía. A nadie extrañó pues que aquel gomoso pasase por alguien de campanillas. Un figurín a quien a cualquiera con sentido común lo que le pediría el cuerpo sería forrarle el careto a soplamocos. Ovacionarle esa cara de queso hasta dejar la mano como la de un pelotari.
¿Pero de qué guindo nos hemos caído? Hemos llegado a ese punto en el que vale más una fotografía con algún notable o cualquier manzanillo de medio pelo que los méritos adquiridos a base de trabajo; hemos dado en una sociedad en la que la imagen de un tiralevitas sobándole la chepa a un capitoste tiene más peso que toda una vida partiéndose los cuernos por un salario. No perdamos la perspectiva. Al margen de que esto pueda acabar como una anécdota más de la picaresca, el “pequeño Nicolás” es solo un ejemplo de los cientos de pijos adscritos a partidos e ideologías desde su más tierna adolescencia. Cachorros que viven alimentándose de una formación política en la que departen y mamonean con las cúpulas. Y no pasa nada, porque se tiene como lo más natural del mundo que un tarambana, un aprendiz de conseguidor, se mueva como Perico por su casa entre unos gerifaltes que le darán el visto bueno y lo asumirán a la tribu. Todos en la misma cueva. Un antro donde se dan como champiñones para la trapacería y la tontería susanas, pelayos, pedros, cayetanas, sorayas, sonias o jaumes. Aparecen formalitos, relamidos y entregados a la causa en mítines, congresos y saraos. Mañana serán ministros, secretarios de Estado o directores generales dirigiendo y digiriendo un país que, desconcertado solo acertará a decir: ¡Joder, en manos de qué tropa estamos!

EL LECHUGUINO

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