El jubileta

El anuncio de una abdicación ha bastado para que todas las angustias se hayan volatilizado como por ensalmo. El paro, la corrupción, la sangría constante a la que se nos somete a los desamparados ciudadanos han pasado a un segundo plano para centrarse en un debate sobre la utilidad, el futuro y la necesidad de la monarquía como institución (que, por cierto, apenas aparece reflejada en la encuesta del CIS como un problema). Sin embargo, esa ha sido los últimos días la única preocupación para muchos. Como también lo han sido las razones por las que Juan Carlos I “El Campechano” decidió abdicar. Se ha oído de todo, desde que han sido cuestiones personales hasta contubernios políticos.
Entre las múltiples chanzas y chirigotas que han circulado por las redes sociales, tal vez las más madrugadoras fueran las diferentes versiones sobre la alegría con la que los elefantes recibieron la noticia de la renuncia del rey. Pero no. Considero un poco precipitada la guasa al respecto. El asunto es que, según lo veo, los elefantes en realidad deberían de huir como de la peste. Sentido común, primero.
Porque Su exMajestad no ha abdicado, se ha jubilado. El rey ha pensado como lo haría cualquier ciudadano de edad provecta. Que ya está bien de dar el callo, que ya va siendo hora de retirarse y que sean otros los que se partan los cuernos. Ahora a disfrutar de la vida con los ahorrillos que han ido creciendo en la hucha, dando un último empujoncito allá por donde cuecen dátiles para juntar un digno capitalito.
Y así parece haberlo hecho, mandando todo al diablo para dedicarse a pasatiempos de rijosos y hedonistas: montar jacas y pegarle tiros a los mamuts sin tener que rendir cuentas a nadie de lo que haya hecho o vaya a hacer. No, lo suyo no es mirar obras. Así que ya pueden los proboscideos, los plantígrados y los artiodáctilos salir pitando, porque la balacera va a ser de órdago. Se le va a quedar en carne viva el dedo a Su exMajestad de tanto apretar el gatillo.
Y ya no tendrá que salir con cara de circunstancias a dar excusas ni pedir perdón tras una escabechina. Ahora solo levantará el dedo corazón y dirá “¡Que os den morcilla!”, que es lo que hacen los jubiletas después de haber estado toda la vida en el tajo.
El monarca cambia la corona por un saleroso salacot y se la va a traer floja lo que digan o dejen de decir. Seguirá haciendo lo que le dé la real gana, pero ya sin focos, lupas ni reconvenciones y aun encima forrado y aforado. Y seguirá siendo rey. El rey de Jauja.
El próximo jueves a dos se les iluminará el rostro. Uno lo será por el sol del Serengeti. La otra lucirá una sonrisa de oreja a oreja (si no le saltan las grapas). Y habrá un tercero, –muy preparado y todo eso–, circunspecto, dispuesto a perpetuar una monarquía de opereta.

El jubileta

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