YONQUIS

Somos bichos de paraíso, no lo podemos evitar, lo llevamos en la sangre, la de la expulsión, la peor, la más aditiva. Debió tratarnos dios como a los animales que somos y nacernos al margen de sus sueños, quizá así nos comportásemos de acuerdo a nuestra condición de depredadores, por cierto, el más oportunista, y como tal el más ambicioso, no ahorrativo, no, acaparador. Aún no he conocido, o cuando menos no se ha publicado, que se haya descubierto que el rey león tenga depositadas quinientas gacelas en una cámara frigorífica de un paraíso fiscal.
Imaginemos que minerales, vegetales y bestias de toda especie pudiesen atesorar carnes y pastos, qué esperanza entonces para la humanidad entendida como esa ola de vitalidad que respira, late y toma impulso solidario en cuanto habita este planeta. La vida sería imposible, cada uno de ellos sería un número en las previsiones acumulativas de los otros, y todos, por tanto, susceptibles de amanecer depositado en un banco suizo.
El divino azar ha querido que solo el hombre muestre claros signos de estar enganchado a los paraísos, solo él se las ha ingeniado, con la complicidad de la ambición, para poder atesorar hasta más allá de lo que su elemental ciclo vital necesita. Parece que almacenase para una eternidad, la suya. Y sobre ese despropósito, vendido como una necesidad, se asientan todos los demás disparates que convierten nuestra vida en el paraíso en un maldito infierno.

YONQUIS

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