Crónica de una muerte no denunciada

Los días de la vida de Eugenio Olaciregui que median entre el momento en el que la Policía detiene al etarra Valentín Lasarte, después de salir de la tienda donde trabajaba, y ser señalado como su delator, y ese en que ETA lo asesina, no fueron días sino negros presagios de dolor a la espera de lo inevitable.
Horas de miedo y horror en las que tuvo que fiar su destino y el de su familia al grado de compasión de una organización que sabía no la tenía y a la leve esperanza de que, tal como afirmaban sus acólitos, fuese cuando menos rigurosa a la hora de administrar el terror, sabiendo, como también sabía, que no lo eran, que no conocían otro rigor que el de imponerlo a sangre y fuego.
Sabiendo, digo, que lo habían señalado para dar ejemplo, para ejemplarizar en el seno de esa sociedad y como era así, lo iba a asesinar, aun sabiéndolo inocente, porque no se trataba de un acto de justicia sino de escarmiento. Un maldito recordatorio de lo que les ocurría a aquellos que se atreviesen a criticar sus crímenes o recayese sobre ellos la acusación de haber denunciado a alguno de sus criminales. 
Esperó Eugenio, sin esperanza, sabiéndose muerto en medio de una sociedad que lo sabía también muerto, porque, en lo fatal, entendía que así había de ser. Pese a que no se lo dijesen. Mientras, él y su familia peregrinaban por las puertas de las “oficinas” del terror y rogaban clemencia, negando su culpa, proclamando su inocencia.

Crónica de una muerte no denunciada

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