En la playa

Creo, frente a opinión generalizada, que el verano no es tiempo sin sustancia, de hedonismo participativo o conducta frívola. Lo pienso en la playa, tendido sobre la arena, escuchando el silencioso fragor del mar, mientras observo a cuantos me rodean y distancia que nos separan. De entrada, salvo un par de pequeños grupos y varias parejas, cuantos toman el sol –hombres-mujeres– están solos. Desnudos. Sin compañía. Quizás aguardan algo o consumen minutos para acudir a una cita. No lo sé. Ni me interesa. La verdad objetiva es que se tuestan al sol y reciben el refrescante iodo de la brisa.
Salvo algún despistado que lee el periódico o un libro, los demás reflexionan. Se recogen en sí mismos como caracol en su cáscara o monjes de  vida contemplativa en monasterios. Para mis fisgoneados su mundo subyace aquí. Los rodea con mis señuelos y no logra distraerlos. Nada los absorbe. Ensimismados no quieren salir de la jaula, cumpliendo el imperativo de Juan Ramón Jiménez: “Despacio, no tengas prisa, que donde tienes que ir es a ti mismo”. Secreto de aislamiento asumido. Certeza de soledad deseada. Caminos reflexivos que alegran la fisonomía de la mañana y saludan el risueño horizonte.
Ansiedades. Preocupaciones por el después. Impaciencias angustiosas de criaturas humanas sometidas a sufrimientos desestabilizadores. Contra la prisa la calma. La lentitud como antídoto al apresuramiento. Arréglame despacio que tengo prisa. Lo rápido descubre urgencia, superficialidad, atosigamiento por alcanzar el fin y dominarlo al precio que sea. Sin embargo, la calidad debe dominar a la cantidad. En ella radica la ponderación, la pausa, el equilibrio que si no nos hace más felices, bien pudiera hacernos más positivos, pues al conocer nuestras limitaciones será más grato digerir nuestra frágil sensibilidad…
¿Acaso el estrés no es un tormento?

En la playa

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