PARADOJAS

La vida es una paradoja. Basta echar un vistazo alrededor y comprobarlo. Por eso en mi última crítica teatral hablaba del tiempo como un simple latido de eternidad. O, si queremos ser más precisos, una cosa no existe por el mero hecho de desearla-piénsese en nuestros políticos a la violeta-, pero tampoco por ello resulta que algo no pueda existir porque se le desee. Esta cogitación viene a cuenta del laicismo y la religiosidad. Conforme relativizamos la materia salta imperativa el ansia de extenderla como si fuera creencia general. Igual podemos razonar sobre el agnosticismo que admite y alarga hacia los antagonistas una interpretación exclusiva.
Aquello que en la Edad Media se llamó “ars moriendi” (arte de morir) no ha tenido correspondencia actual en el arte de vivir. Quizás porque hemos padecido muchos genocidios y seguimos soportando a diario muertes sin explicación racional alguna. Los valores éticos han escapado por el sumidero de la alcantarilla y ya no sabemos si morimos como perros o iluminados por la esperanza positiva de Dostowieski y sus hermanos Karamazov. Yo quiero seguir este camino. Aunque esté equivocado. No me importa reconocer como moral laica una conducta materialista negadora de cualquier transcendencia. O fraternizar con el ateo para elaborar una cultura de convivencia y progreso. Suspiro por aquel humanismo del estoico Marco Aurelio en sus autorreflexiones, aun cuando no desconozca que el dolor pudiera atraparme en las revueltas del camino.
Eso sí. Agitado. Tembloroso. Asustado. Pero también-eso vale para todos, creyentes y no creyentes-con dignidad. Dando mil gracias por haber tenido la inmensa suerte de vivir… O la conciencia egoísta de sacralizar la naturaleza con todas sus consecuencias y caminar hacia el futuro rescatando el polvo de los siglos precedentes conservándolos como auténtico oro educativo.

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