Obituario íntimo

De Navarra me llega la jota –amarga tristeza del adiós y alegre esperan de encuentro– al reunirse María Josefa con su marido, Saturnino, en Casa del Padre. Ella tenía la suavidad de los esponjosos prados asturianos (¡patria querida!) y él el recio carácter pamplonica (me sobra la mitad del lecho…).
Ambos fundaron y mantuvieron una de esas familias inconmovibles cualesquiera sean los avatares que intenten socavarlas o abatirlas. Principio y fin. Bable dulzón junto a la sequedad del último reino unido a la corona española.
También aquí, desde Roncesvalles, camina la vía láctea hasta hundirse en el finibusterre barroco gallego. Licenciada en Medicina cuando las universidades estaban vedadas al género femenino. Sin importarle un ápice se especializó oftalmóloga abriendo consulta con su marido y colega.
Detrás una prolífica y variada familia. Muchachos y muchachas abriendo interrogantes. Nietos y nietas. Artistas en el calor de la tarde: médicos, veterinarios, arquitectos, brillantísimos pintores, concertistas de piano, licenciadas en audiovisuales especializadas en montaje cinematográfico y producción teatral, etc, etc.
Mundo doméstico rico en colores, halagüeñas fragancias, metas logradas. Silenciosamente. Tirando de trabajo, abnegación y sacrificio.
Un matrimonio –Satur y Fifa, va por ellos, de ahí que escamotee nombres y apellidos– juntos de nuevo. Lo creo desde mis raíces. No en vano la vida es una suerte de atletismo, de pugna, de carrera, donde hay que deshacerse de las cosas que nos separan de Dios (obispo romano Francisco).
Mis amigos ya encontraron el rostro del Señor. Porque la vida cambia no termina. Conforme confiesa Pemán en su poema “Eucarística”: pues “alumbrando tu vida/ el sol de toda Verdad/ será luz tu oscuridad/ y tu noche amanecida”.

Obituario íntimo

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