Irene

Irene, mi chiquilla del alma, ha solventado felizmente un pequeño percance. Pero necesita mimiños de sus allegados. Por ello, con mis manos, arranco un buen trozo de ciclo andaluz; apilo aromas de plantas silvestres de su campo; el cascabeleo de cuatro mulas que abrevan en el río y los entrego como atento ramo de flores a esta delicada dama. Que ha renunciado a su idiosincrasia sureña por los grises, lluviosos  y azules que viven sus hijos y nietos… Es la escenografía pintipirada para evocar Ayamonte, Fado y María la Portuguesa, la honda religiosidad rociera donde la Santísima Virgen baila con su pueblo, Palos como plataforma para que tres cáscaras de nuez descubrieran otro continente o subrayar explotadores ingleses abriendo las venas del Riotinto y el Odiel mientras fundaban el equipo decano del fútbol español.
Sin la musicalidad del coplero Cano, las pinturas de Zurbarán o los versos encendidos de Cotina utilizo los piropos como madrigales de urgencia: belleza, elegancia, salero, gracia, gracejo, alegría, sana guasa y cordialidad de quien posee mano educadora para hacer feliz al entorno que la rodea… Y como fondo la ciudad nativa, Huelva. Vivencias. Nostalgias. Regresos. Blanco y negro de una intimidad sosegada por candores, ilusiones, silencios y soledades. No hay en esta onubense tristeza por el pasado que ya es presente. Sin indolencia. Ni desgana. Es la “madrugá” de los blancos pueblecitos andaluces que se descuelgan por la sierra con olor jamonero de bellotas y otros se asientan en el llano tras la mar cargada de gambas.
Para mi deliciosa interlocutora recuerdo el poeta checoslovaco Rainer María  Rilke asegurando que su única patria es la infancia. Anécdotas, juegos, familia, amistades, estudios, oposiciones, matrimonio, maternidad… Y sobre todo la luz única de Punta Umbría, a la  que siempre se vuelve y ahora comparte con la familia suya coruñesa.

Irene

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