El comienzo del nuevo curso académico toca a rebato muchos males que nos vienen visitando los últimos años. No es el desarraigo normal de individuos llamados a las aulas-separándolos de familia, amigos o ambiente que vivan-, sino el conflicto que genera esta etapa formativa. Tipos hiperactivos que trasladan su intensa actividad a cuanto les rodea, profesores y compañeros. Jamás permanecen quietos. Los maestros intentan sosegarlos con tareas complementarias: borrar el encerado, repartir libros, recoger trabajos, etc. Hay como una conducta irresistible que se apodera de ellos cualquiera sea su edad. Y no quieren compasión pero el trato recíproco es muy difícil.
¿Complejo de culpabilidad?¿Ausencia de un hervor? Un poquito de por favor. El cerebro humano tiene tantos recovecos, neuronas y redes eléctricas que sería estupidez supina resolverlo con respuestas tan simples.
A mí me recuerda la carta de Kafka a su padre y la enconada rebelión suya al culparlo. Incluso la angustia padecida al intentar resolver el dilema entre ganarse la vida –trabajar para conseguir un sueldo– o vivirla –ejerciendo su fundamental pasión de escritor–.
Insomnio, estrés, nervios a flor de piel, arrepentimientos morales. Un alucinante viaje que desembocará fatídicamente en el error. “Sólo puedes-dice-criar a un niño como tu mismo has sido criado: con fuerza, alborozo e iracundia y esto te parecía más adecuado aún para el caso, ya que querías hacer de mí un muchacho fuerte y valiente”.
Pues también entre nuestra grey estudiantil contamos con los TDH (trastorno de Déficit de Atención por Hiperactividad) tanto por incapacidad de concentrarse cinco minutos en una tarea o por ser demasiado activos, pese a ser muy inteligentes. Pero necesitan tratamiento psiquiátrico para eludir el fracaso escolar. ¿Abrimos el grifo de la esperanza con mil primaveras que los rescaten?