Comunidades jasídicas

No está de moda defender al pueblo judío. Ciertamente no ha estado nunca. Un repaso histórico a la Biblia y vicisitudes de Israel confirman el aserto, multiplicando por diez en la actualidad cuando los descendientes de Moisés y su tierra prometida alzan el coraje de protegerse a sí mismos después de todos los holocaustos sufridos en el siglo XX.
Yo, por contraste ancestral de ideas y conocer muy bien mi árbol genealógico espiritual, cultural y si me apuran físico, me declaro simpatizante suyo en la diáspora de su éxodo y tragedias personales. También me declaro consumidor de libertad y me aferro a ella como clavo ardiendo. Entre el amor y la fe se extiende un viaducto de frustración sobrevenida. Igualito que quien intenta vivir la edad que no tiene, tampoco vive la suya. Y yo quiero existir aunque alcanzar tal disfrute suponga siempre renunciar a otras opciones.
Recapacito sobre cuanto escribo tras leer la magnífica novela de Anouk Markovits “Las hijas de Zalman”. Una ventana abierta que permite que entre aire fresco sobre las comunidades judías jasídicas aferradas a una durísima tradición doméstica que impone normas y estilos que chocan entre los mismos descendientes del rey David. Estamos a un paso –salvando los innegables antagonismos religiosos y morales– de los talibanes opacos, misteriosos y rígidos. Atara y Mila, criadas por la misma familia, son dos amigas que se quieren entrañablemente, pero a la hora de decidir su destino la primera busca e investiga en los libros prohibidos verdades diferentes y Mila, sin embargo, se muestra acérrima seguidora de dogmas y preceptos religiosos infalibles. Una decisión desesperada de la última cerrará el insólito círculo de la narración.
Desde mi orilla de idiosincrasia teológica mi libre albedrío, frente a cuantos dicen que los dioses nos esclavizan, afirma que el amor cristiano me justifica.

Comunidades jasídicas

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