La camisa

Confieso que coloquialmente soy imaginativo y la fantasía se aferra como una lapa a mi cuerpo y manifiesto realidades engañosas. Producto quizá de mi gusto playero, tendido sobre la toalla en la arena, mientras espero el vigorizante chapuzón. Sin embargo tengo que luchar contra un cutis finísimo. De porcelana.
Que rompe en mil añicos si se le mira con insistencia. Incapaz de soportar el benigno sol dorado coruñés. Y ninguna crema sirve para proteger mi deslucida piel. Soy ese tipo que mientras las demás criaturas lucen músculos y tatuajes al aire, yo debo aislarme sin desnudarme y con sombrero puesto hasta el baño.
Las circunstancias –cuanto me rodea según el filósofo– dictan sus exigencias. Cumplimiento de una moda que comienza y termina en los extremos más odiados: lo singular y lo vulgar. Así, sin pretenderlo, mi santa esposa abrió la caja de los truenos con los burlones integrantes de la pandilla. Me compró una impecable camisa blanca. De marca reconocida. Un modelito para que rabiasen los amiguetes. “Estás hecho una monada”. “Fardón. Postinero. Guapo. Ahora ya no te podemos llamar sabandija, sino estómago planchado. ¿Cómo eres tan bueno podrías prestármela?”.
Vamos, queriendo dar el golpe me rompieron los dientes. Carcajadas. Cuchicheos. Frases intencionadas. Y yo aguantando el ridículo. Valen el humor y la risa, pero para reírse “con” y no reírse “de”, dado que en la sensibilidad radica nuestra capacidad de interrelacionarse con otros.
No importa, naturalmente, que el diseño de la camisa sea un acierto. Que su corte sea modélico. Que el contemplarla arrebate aprobaciones. Necesita cumplir esa función comunicadora con preguntas y respuestas. Como Nicolás Gogol con el gabán donde mirarse. A lo mejor, en el otoño próximo, mi camisa será espejo feliz y vanidoso donde contemplar la embrujadoras playa…

La camisa

Te puede interesar