Apología del Estado

Ahora que las mentes sensatas proclaman la necesidad imperiosa de una regeneración social y  política, añoro el lema –equivalente a lo que entonces llamaban gritos de ritual– cosido a pespunte en el escudo español de la dictadura franquista: España una, grande y libre. Tal parece la tarea de los heroicos tiempos actuales. Sacrificio, sentido común e idearium.
Hay que defender sin cortapisas el Estado de todos contra todos sin incurrir en estúpidos centralismos. Su justificación es palpable ante los agoreros vaticinios del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que lanzan por catapulta irracional al populista Podemos superando a Izquierda Unida. Porque el panorama amenaza ser crítico si el PP no consigue mayoría absoluta en los próximos comicios, repitiéndose la hegemonía del Frente Popular de tan tristes recuerdos e imprevisibles consecuencias.
Hay que desbrozar camino a la gobernanza. Acudir a fuente limpia. Soslayar los intereses particulares de cuantos juegan con la independencia suicida o beneficiándose en la administración de los dineros locales, que son comunes. Queremos unidad entre todos los territorios españoles. Sin ningún tipo de distinciones. Iguales ante la ley. Solidarios, Virtuosos.
El Estado es lo que está y permanece cualesquiera sean los vientos que soplen o partidos que gobiernen. La justicia debe regir nuestra conducta individual y colectiva. La política –contexto habitual que podríamos equiparar a la amarga experiencia de Platón–  debe estar subordinada a la ética. Sin moral degeneramos en corrupciones y en ambiciones de sentirnos dueños de cosas ajenas. Nuestra fuerza –digámoslo una vez más– está en nuestro ideal con nuestra pobreza, no en la riqueza sin ideales (Ganivet).
Unidad. Unidad. Unidad. Después libertad y democracia. Reconociendo a cada uno su derecho. No hace falta ser mesiánico. Ni estar conectado con la divinidad. Tampoco el Estado es una barra de café que despacha “taifas para todos”.

Apología del Estado

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