LA ALEGRÍA DE VIVIR

Me traen de cabeza mis silogismos. Dudo si me explico bien o si, desgraciadamente, confundo al lector que tiene la paciencia de aguantarme. Viene a colación por mis últimas columnas relacionadas con una carta recibida y con mi crítica teatral del Rosalía, respectivamente. Así, ahora, me debato entre un capitel que trepa hacia las nubes y la base de donde arranca esta columna.
Al pronto ambas opiniones se perfilan racionales y paradójicas –“quien no tiene nada, lo tiene todo”– o como sincretismo coordinador de creencias diferente y opuestas. Por ejemplo, el pesimismo depresivo de mi admirado Chéjov enfrentado al canto por la vida de mi amiga María del Carmen.
Acaso la tuberculosis y muerte prematura del autor ruso no le permitieron ver su existencia como un don: “Quiero decir a la gente: mirad que aburrida y deslustrada es vuestra vida. Lo importante es que las personas lo entiendan; si lo entienden seguramente se inventarán una vida diferente y mejor”. ¿Todo es fealdad e insensatez? ¿Y la caricia del sol, la sonrisa de un niño, la belleza del mar, la abnegación de una madre, no son regalos para los sentidos?
Ya sé. Nada es verdad ni mentira. Las cosas son del cristal con que se miran. Por eso recuerdo la carta recibida y a Michael Lapeley sosteniendo con sus manos metálicas un vaso de refresco. ¿No envidiamos tanta fortaleza? “Espero que estéis bien... –añade la misiva– hay que echarle un poco de valor a lo que nos queda de vida”. ¿No resuena el muero porque no muero? ¿Carcajada confortable de saborear sensaciones gratuitas?
No hay final terrible porque tampoco hay principio anunciado. Todo se transforma. Nada se destruye. La entrañable amiga desde el capitel envía su mensaje. La vida cambia, no termina. Por eso los discípulos mostraron su contento al regresar de Betania a casa. Jesús, al bendecir, afirma Benedicto XVI, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Esta es la razón permanente de la alegría cristiana.

LA ALEGRÍA DE VIVIR

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