Políticos y estadistas

Todos los estadistas son políticos pero no todos los políticos son estadistas. Estadista es, literalmente y por naturaleza, el político que tiene sentido del Estado. Para el estadista, la política no es algo circunstancial o pasajero. Fiel al concepto literal de “lo stato”, es decir, lo fijo o estable y no sujeto a veleidades ni aventuras, su visión política es de largo alcance y no cortoplacista. Como decía Churchill, rememorando a su antecesor Benjamín Disraeli, primer ministro de Gran Bretaña en 1867, “el estadista piensa más en las próximas generaciones que en las próximas elecciones”.
Para ser un estadista se exige visión de futuro y desprendimiento de las ambiciones personales, teniendo la grandeza de concertar grandes acuerdos nacionales aunque lo sean a iniciativa de otros.
El hombre de Estado es el político que asume la responsabilidad de gobernar o de defender sus ideas pensando y al servicio del bien común, por encima de su ideología o filiación partidista.
Hablar de hombre de Estado exige reconocer que cuando hay cuestiones no coyunturales o que trascienden a la lucha partidaria doméstica o diaria es necesario abordarlas y resolverlas mediante acciones conjuntas y de común acuerdo.
Cuando la seguridad, estabilidad e integridad del Estado están en riesgo o se ve amenazada su existencia, el pluralismo ideológico que es necesario para la normal acción de gobierno, debe ceder ante la unidad de acción y de consenso que sirvan para garantizar su conservación y permanencia.
Defender al Estado, como objetivo prioritario, sobre la contienda política en los casos en que las circunstancias así lo aconsejen, no autoriza a utilizar la llamada “razón de Estado” para justificar medidas de dudosa ética o restricciones indebidas e innecesarias a los derechos y libertades de los ciudadanos. En este sentido cabe decir que sólo cuando al Estado le asista la razón, puede invocarse la “razón de Estado”. Precisamente, la mala fama y el significado negativo que rodea el posible uso generalizado de la “razón de Estado” y sus peligrosas desviaciones hacen necesario que la “razón de Estado” no deba nunca exceder los límites de la legitimidad del Estado.
Siguiendo a Ortega, el hombre de Estado debe tener “virtudes magnánimas” y carecer de las que él llama “pusilánimes”.
Finalmente, el político puede ascender a la categoría de estadista cuando presta su apoyo a una causa o decisión que considere digna aunque sea liderada o patrocinada por otros. En confirmación de lo dicho, se reconoce que “si hay razones de Estado, la clase política es capaz de ponerse de acuerdo”.

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