La justicia ni acusa ni defiende

Es cierto que la justicia es el valor social por excelencia. El propio Platón sostenía que es imposible que pueda subsistir un grupo u organización de delincuentes si, entre ellos, no reina, por lo menos, un mínimo de justicia distributiva a la hora de repartir el botín apresado. Esto se comprueba por los llamados “ajustes de cuentas” que se suelen dar entre los delincuentes que concurren a la comisión de determinados delitos y que suelen “saldarse” con el enfrentamiento y la eliminación de alguno de sus miembros.
Admitida la necesidad de la justicia, como elemento ontológico y constitutivo de la vida social, o, mejor, de la convivencia pacífica entre las personas, conviene señalar algunas piedras maestras del edificio de la justicia.
Su importancia máxima reside en su “imparcialidad”. Esta es la característica esencia de la función jurisdiccional, que consiste, en no ser parte en el proceso, ni tomar partido por ninguna de las partes. En eso consiste, precisamente, la imparcialidad. Para evitar toda sospecha sobre la independencia y objetividad de la función judicial, se establecen las prohibiciones e incompatibilidades de los jueces y el deber de abstenerse o de poder ser recusados, en los casos previstos por la ley, para que no exista duda alguna sobre su rectitud y objetividad.
La justicia no aconseja, ni formula juicios de valor o de intenciones. Se atiene a lo acordado y probado en el juicio.
El juez no puede, ni siquiera, aportar al proceso el eventual conocimiento personal que pudiera tener de los hechos, ni actuar según sus preferencias personales o ideológicas, pues debe ser un servidor leal y objetivo de la ley y de su aplicación.
La justicia no consiste, como habitualmente se dice, en “dar a cada uno lo suyo”, según la clásica y conocida definición que de la misma dieron los juristas romanos. La justicia no da ni concede derecho alguno a quien no lo tiene; ni se lo quita al que lo tiene. El derecho y la razón no son obra ni nacen de la justicia; es ésta la que los reconocer como previos y preexistentes y, en consecuencia, los declara, reconoce, protege y defiende y, en caso contrario, los niega o rechaza.
La justicia no puede ser rencorosa, vengativa ni desproporcionada. No puede dar más de lo que se le pide; pero sí todo lo que se le pide, menos de lo que se le pide o nada. Tampoco puede dar algo distinto de lo que se debate en el proceso. En definitiva, la justicia “juzga” y no “prejuzga”; interpreta y aplica la ley pero ni la crea ni la deroga o sustituye.
Finalmente, debe observarse que la justicia no prescribe lo que debe hacerse sino que declara lo que está bien hecho, rechaza lo que no se ajusta a la ley y prohíbe lo que la contradice. Por eso, el Código Penal no dice “no matarás” y sí “al que matare” será castigado con la pena legalmente prescrita. La justicia, en fin, se erige en garantía del ciudadano y de sus deberes para con la sociedad.

La justicia ni acusa ni defiende

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