Avaricia y codicia

Ambas tendencias constituyen sendas patologías. Pero la codicia es socialmente más favorable que la avaricia. La codicia es ambiciosa; la avaricia, temerosa. La primera se recrea en la ostentación y el alarde social; la segunda, se refugia en la soledad y el retiro. La primera vive del impulso; la segunda, se defiende del miedo.
La codicia como afán o deseo desordenado de poseer bienes se convierte en la ambición; la avaricia, es la obsesión de “atesorar más de lo que se tiene”. El avaro es egoísta. El codicioso es atrevido. El codicioso disfruta empleando su dinero con ánimo de incrementarlo.
En la codicia, se quiere aumentar lo que se tiene; en la avaricia, se quiere no perder lo que se tiene. De ahí la frase que se aplica al avaro, advirtiéndole de que “la avaricia rompe el saco”. En resumen,  la codicia, uno de los pecados capitales, es el deseo o apetito desordenado e ilimitado de poseer y disponer de bienes y riqueza; la avaricia es eso mismo, pero con ánimo de atesorarlo y disfrutarlo en exclusiva para uno mismo.
La figura del avaro se encuentra perfectamente representada en la leyenda del rey Midas para el que su mayor felicidad consistía en desear que todo se convirtiese en oro. Cumplido ese deseo, el delirio acaparador de oro le llevó a la desesperación al no poder tomar ni tocar comida ni bebida alguna. Preguntado por su  hija Caléndula si era feliz, le contestó “¡Feliz¡ ¿Cómo puedes preguntármelo?. ¡Soy el hombre más desdichado de este mundo¡”. Al convertirse en oro todo lo que tocaba, se convirtió en el rico más pobre de la tierra.
Finalmente, el delirio de la avaricia lo expresa con toda crudeza Molière en su obra “El avaro”, donde en boca de  su personaje Harpagón  confiesa que “le daba más importancia al dinero que a sus hijos”.
En definitiva, la avaricia subvierte los valores, convirtiendo un medio, que es el dinero, en un fin en sí mismo. Si el dinero se define como una mercancía intermediaria destinada a facilitar el cambio entre otras dos mercancías, es evidente que el dinero, por sí mismo carece de valor. Si el dinero no facilita el cambio, ni tampoco el intercambio de bienes, su atesoramiento es inútil. Para subsanar esa dificultad fue necesaria la aparición de la moneda como instrumento de cambio. Este objetivo tampoco lo cumplía en las sociedades primitivas el trueque o permuta, que exigía equivalencia de las prestaciones y que fueran recíprocamente interesantes para ambas partes.
El dinero, pues, tiene por finalidad y destino, circular y lubrificar la actividad económica para servir de financiación social, económica y profesional de la sociedad.

Avaricia y codicia

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